Usted está aquí: sábado 29 de octubre de 2005 Opinión Casandra y las profecías, o cuando el río suena...

Gonzalo Martínez Corbalá

Casandra y las profecías, o cuando el río suena...

Apolo se enamoró de la bella princesa de Troya antes de que los griegos de Micenas invadieran su patria, y la sedujo prometiéndole el don de la profecía, lo que resultó ser una oferta irresistible para la más bella e inteligente de las hijas del rey Príamo. Apolo, como correspondía a los dioses de la mitología griega, hizo todo lo que pudo, y él podía hacer mucho, por convertir a Casandra, de simple mortal en una vidente de gran prestigio, por sus acertadas profecías. Pero Casandra cambió de opinión respecto a sus relaciones con Apolo y rechazó el cortejo del dios, finalmente.

Esto enojó a Apolo, y lo puso además en un aprieto, porque el dios no podía retirarle el don de la profecía, así nada más, pues los dioses han de mantener sus promesas bajo cualquier situación, y la condenó a un destino tan cruel como ingenioso: que nadie creyera en sus profecías. Así Casandra profetiza a su propio pueblo la caída de Troya, y nadie se lo cree, como tampoco le creyeron que el caudillo de los invasores griegos, Agamenón, habría de morir, ni siquiera la predicción de su propia muerte durante la guerra de Troya se la creyeron, lo que ella nunca comprendió, y tampoco sus compatriotas, que hasta del oráculo de Delfos desconfiaban, habrían de darle una explicación del porqué de su escepticismo, tan contundente, en sus videncias.

Ciertamente las profecías de Casandra eran horrendas, pero el tiempo demostró que también eran exactas, y que se realizaron tal como ella lo anunciaba. El día de hoy se puede reconocer un escepticismo parecido de la sociedad respecto de las predicciones ominosas de los profetas modernos, los científicos, cuando se refieren a los pronósticos de la realización de hechos que encierran tragedias que son desatadas por fuerzas superiores de la naturaleza, acerca de los cuales nos vemos completamente en la total impotencia para hacer algo por controlarlas. Preferimos no creer en que van a suceder, como dudaron los troyanos de las profecías de Casandra, hasta que se vieron envueltos en la desgracia que se verificaba sin piedad, lo que los llevaba a ellos a creer solamente en la posibilidad de la tragedia hasta que estaban en el centro mismo de ella, como nos pasa a nosotros en el mundo moderno, exactamente.

Se nos muestra en la pantalla de los televisores el ojo de los huracanes, y se precisa cuál habrá de ser su trayectoria, y la velocidad de desplazamiento, pero siempre queda una secreta esperanza de que en el último momento cambie su trayectoria, y no pase nada, y por supuesto que nos equivocamos, y las consecuencias son desastrosas, como nos acaba de suceder en el sureste, en Quintana Roo, en Yucatán, en Chiapas y en Veracruz, y también en algunos otros estados de la República en menor escala, pero en todos los casos con consecuencias verdaderamente lamentables, cuya gravedad pudo haberse atenuado si hubiéramos creído en los pronósticos de los meteorólogos y en lo que nosotros mismos observábamos en las pantallas de nuestros televisores, y de esta manera se hubieran tomado algunas medidas precautorias elementales, que quizás hasta algunas vidas habrían podido salvar.

El otro extremo de la respuesta política a las profecías lo representa también, en la mitología, el caso del rey Creso, quien acudió al más famoso de los oráculos establecidos por Apolo, el de Delfos, en donde la pitonisa llamada Pitia era una de sus encarnaciones, y a ella acudieron los enviados del rey Creso, a consultarle en su nombre, cargados de ricos presentes, qué sucedería si declarara la guerra a Persia, y Pitia respondió: "Destruirás un poderoso imperio", lo que Creso interpretó como una profecía de que los dioses estarían con él y sus ejércitos en esa ocasión y le proporcionarían el triunfo, pensando que Pitias estaba anticipando la destrucción del poderoso imperio de Ciro, sin darse cuenta de que lo que en realidad profetizaba la pitonisa era la destrucción de su propio imperio, que fue lo que realmente sucedió. La lección de Pitias es doble: hay que formular bien las preguntas, y no hay que aceptar las respuestas a ciegas, y los gobernantes no deben permitir que sus propias ambiciones les impidan ver con claridad la realidad misma, como un optimismo desbordado, que luego los hechos no habrán de justificar.

Los políticos han de tener las cualidades necesarias para no incurrir ni en un optimismo producto realmente de la desinformación, ni tampoco en el desprecio, por las anticipaciones fundadas en circunstancias que más temprano que tarde se habrán de revelar como la verdadera realidad, por ingratas que parezcan, y que luego se confirme que así son de verdad.

Los políticos han de decidir adoptar la línea intermedia, que no signifique tomar riesgos innecesarios, entre la acción precipitada y la impasibilidad, entre el escepticismo que lleva solamente a evitar la aceptación de lo evidente, por ingrato que sea, y el optimismo infundado, producto únicamente de la desinformación, inaceptable en un mundo en el que se dispone de tantos medios que la ciencia y la técnica ponen a nuestro alcance. Ni la aceptación crédula en exceso y acrítica del rey Creso, ni tampoco la incredulidad de los troyanos frente a las profecías de Casandra... Los resultados habrán de ser mejores por esta vía intermedia, y más segura...

 
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