Usted está aquí: viernes 4 de noviembre de 2005 Opinión El Soconusco: identificando los problemas

Andrés Aubry /IV

El Soconusco: identificando los problemas

Los datos de la historia y de la geografía del Soconusco permiten descartar tajantemente los infundios. Por ejemplo, los técnicos de Greenpeace yerran el tiro cuando acusan a los campesinos de deforestar la sierra, manifestando así su ignorancia del terreno. La conservación de la Sierra Madre de Chiapas (en toda la extensión de sus cumbres de noroeste a sureste) tiene todavía niveles muy aceptables. Es el refugio natural (ecológico) de las especies de aves y fieras amenazadas de desaparición en otras comarcas chiapanecas. Luego la cubren los bosques de niebla del gran Parque Nacional del Triunfo, que si bien sufre agresiones, como todas las reservas del país, sigue ofreciendo eficaz cobertura vegetal. Acercándose a la frontera guatemalteca, los célebres cafetales del Soconusco son de por sí poli y silvicultivos protectores de suelos (a no ser que sus dueños hayan cometido la burrada de ceder a la reciente moda de sembrar robusta, una variedad de café que no tolera sombra); si sufrieron algunos es por la violencia de las trombas, siempre mortíferas hasta en la soledad intocada de los océanos.

Los expertos del Consejo de Médicos Indígenas del estado de Chiapas (Compich) ya hicieron a Greenpeace la observación, pero éste replicó con el ejemplo de Motozintla, sin caer en la cuenta de que su río fantasma (intermitente y súbito como un oued del Sáhara) no desagua hacia el Soconusco sino hacia el Grijalva, los de Siltepec pagando el pato sin que el recetario libresco de la ONG internacional sea convicente. El golpe recibido en el cataclismo no proviene de las prácticas agrícolas de estos campesinos mames sino del aislamiento en que los deja la actual red caminera, cuya ampliación por el otro lado (desde Comalapa o el alto Grijalva) es la condición de su seguridad futura.

Pese al sacrilegio ecológico de desautorizar a una institución simbólica, en casos de emergencia sus peticiones de principios (por ejemplo el cliché de la deforestación), sin análisis previo, contribuyen a culpar a las víctimas cuando el responsable fue un difunto político: el finquero forestal inconsciente que desertificó San Francisco Motozintla. Estos errores de juicio favorecen ulteriores y nuevas catástrofes.

Sí hubo deforestación culpable en el Soconusco, pero no arriba sino abajo, en la planicie costera. Sin esta esponja salvadora, las crecidas de los ríos del despeñadero son inevitablemente destructoras. Los agentes de esta devastación no son los campesinos que trabajan sus monocultivos, sino los empresarios del agrobusiness, quienes serán probablemente los primeros socorridos (la divisa obliga) aunque, pese a sus considerables pérdidas, sean los menos golpeados porque tienen otros negocios (políticos en Tuxtla, hoteleros en las zonas turísticas del estado y ranchos alternativos en otras comarcas).

Descartados los infundios, ¿cuáles son los problemas y los errores que generan por no saber identificarlos? Los cataclismos hablan; hay que saber aprender de sus crueles cátedras.

Es obvio que el problema principal es aquel de los ríos por sus características tan especiales, ya descritas. El relativamente reciente pueblo productivo de Belisario Domínguez, con todo y su organización, cometió una gran imprudencia al asentarse en una fuerte pendiente al lado de su río (aunque fuera bien esponjeado por su feraz vegetación) y, peor, junto a un geiser activo de agua caliente.

Es un error de advenedizos, es decir, de novatos sin experiencia ancestral. Las viejas poblaciones de los Alpes suizos (por ejemplo), en condiciones comparables con las de la vertiente pacífica de la sierra cuando se derriten sus enormes capas de nieve en la primavera, supieron desde antaño socializar hasta a niños ante los peligros de la montaña. En la noche antes de dormirse, los ancianos platicaban los cuentos de Heidi, una niña traviesa que todavía no sabe que un riachuelo puede transformarse súbitamente en caudal asesino, robarle sus animales preferidos, darle sustos preventivos de errores fatales que cuestan lágrimas y duelos. El respeto a los ríos exige asentarse a distancias respetables de ellos y separar ampliamente casas y edificios. También es un consejo para la ingeniería urbana. Por algo las poblaciones prehispánicas (destruidas por las reducciones coloniales) esparcían sus hogares "a un tiro de arbaleta uno de otro".

El geógrafo Helbig observó varias veces una particularidad chiapaneca: en varios valles del estado detectó y observó lechos fósiles de los ríos, hasta a kilómetros de sus cauces actuales. Apunta que estos ex lechos son fértiles terrenos de ricos productos por los aluviones allí almacenados. En los valles del Grijalva y de Ocosingo atribuye el fenómeno a temblores (puesto que este último se debe a la separación de dos placas tectónicas, la caribeña de la americana, formando el largo sinclinal de Simojovel). El mismo fenómeno se destapó bajo nuestros ojos en Tapachula (río Coatán) y en Comaltitlán (río Fortuna), pero por una causa más (que no excluye la anterior): estos formidables caudales, en la tierra constantemente chocada en las profundidades de la fosa abismal de Mapastepec, excavaron en este octubre drásticas y anchas trincheras (hasta quebrando el asfalto) que se llenaron de lodo, y luego el río escapó hasta otro lugar, a veces lejano, para buscar, trazar y habitar un nuevo lecho.

Si el Ejército del DN-III o la maquinaria de rescate les quita inútil y peligrosamente su lodo, propician otro capricho devastador del río: al quitar un lodo fangoso que mañana (auxiliado por el trabajo humano) podría ser el asiento de fértiles cultivos o, en una ciudad como Tapachula, un parque público o una alameda que oxigenaría y adornaría la ciudad. Si el problema está correctamente identificado en este caso, un error garrafal sería construir en el lugar de la devastación, porque el hecho propiciaría otro a corto plazo; la naturaleza decide y el urbanista diseña en función de ella.

La reconstrucción cuidadosa de puentes y carpetas asfálticas en 1998 (por deslaves y choques de material pétreo en la autopista o los rieles del tren) no impidió una nueva destrucción en los mismísimos lugares en 2005; es la señal de un error, no de ingeniería, sino de diseño. Mientras estas costosas infraestructuras no estén a una distancia más razonable del pie de la sierra (alejada de los despeñaderos que avientan rocas), más hacia el mar y más allá de una esponja arbolada, el golpe de la caída de los ríos con sus bloques macizos seguirá deshaciendo la obra, paralizando otra vez poblaciones sin comunicación. Si bien un resane inmediato es la condición indispensable del abastecimiento de poblaciones victimadas, no exime a medio término de un diseño alternativo (después del debido reconocimiento), no sólo para tender vías clásicas, sino también para devolver al Soconusco su vocación tradicional de corredor estratégico durable.

Y, para terminar, una sugerencia no geográfica, sino sociohistórica. La magnitud del desastre es tal que los más hábiles están rebasados, nadie sabe bien a bien cómo operar. Pero la experiencia mexicana da nortes: en el terremoto de 1985, en la ciudad de México, pese a los poderosos medios del gobierno federal, Miguel de la Madrid fue menos eficiente que las comunidades de barrio para reconstruir la ruina del sismo. Pese a las apariencias, lo pequeño es más eficaz que los grandes medios; la iniciativa de abajo, más exitosa que la de arriba. Municipios (por supuesto, sin la ausencia criminal de sus ediles), barrios, organizaciones locales con sus decisiones colectivas, logran más que las planificaciones sesudas de expertos de arriba. Además, en el caso tan especial del Soconusco, donde la población no tiene raíces, la experiencia y el sufrimiento del cataclismo van sellando un apego a la tierra, convierten la localización azarosa de la migración en terruño, confieren identidad, favorecen una reapropiación creativa, hacen crecer raíces. La respuesta popular al cataclismo podría brindar a la gente la oportunidad que nunca tuvo desde el siglo XVI: hacer suyo el Soconusco.

 
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