Usted está aquí: martes 8 de noviembre de 2005 Opinión Victoria

Pedro Miguel

Victoria

Una de cal por las que van de arena: después de muchos encuentros, en los que los mandatarios de este hemisferio se gastaron en forma descarada nuestros impuestos para codearse con el resto de la farándula política y hacer vida social e imprimir obviedades en documentos que se querían trascendentes, por fin hubo una cumbre que sirvió para algo: en Mar del Plata se produjo el milagro de una articulación entre diplomacia y realidad social, un puñado de mandatarios dignos tuvo a bien escuchar a sus respectivas poblaciones y George Walker Bush recibió una patada en el trasero aderezada con sonrisas para la foto, y hubo de partir llevándose consigo su humillación y sus frustradas pretensiones de convertir el continente en un gigantesco Wal-Mart. Ya está de regreso en su país, alegando que lo que se hace en Abu Ghraib y Guantánamo no se llama tortura.

Hay una variante moderna del pesimismo a la que no importa dilucidar si todo tiempo pasado fue mejor, pero que se casa con el axioma de que todo tiempo presente es mucho peor. Tal vez no estaría mal que sus seguidores analizaran con un poco de sosiego lo ocurrido en el balneario argentino, leyeran con detenimiento los discursos pronunciados en Mar del Plata y concluyeran que, en forma preponderante, América Latina pasa por un momento más bien esplendoroso en materia de representación política, pese a las ambigüedades chilenas, las debilidades brasileñas y las varias vergüenzas. Sin afán de ignorar lo hecho por Hugo Chávez, Diego Maradona y compañía, ni de poner a competir en méritos a nadie, habría que reconocer el papel desempeñado en este Waterloo bushiano por Néstor Kirchner, quien ha resultado ser un presidentote como no se había dado en mucho tiempo y como el que los argentinos (y los latinoamericanos en general que apreciamos los paradigmas de Cárdenas y Allende, por citar a dos) nos merecíamos desde hace mucho tiempo. Y es que sin el concurso definitivo del anfitrión, lo de Chávez habría quedado en desplante aislado y el trabajo de los altermundistas no habría pasado, como suele, de carnaval de barricadas y macanazos. Cómo pasa el tiempo: hasta hace unos pocos años el gobierno argentino, encabezado por Menem, iba por la escena continental de ridículo en ridículo y de abyección en abyección, y a las diplomacias de otras naciones les tocaba implorarle un mínimo de decoro. En estos días pasados, en cambio, la presidencia argentina dio a la región un ejemplo de dignidad y congruencia. Aleluya.

Antes que ALCA o no ALCA, el telegrama procedente de Mar del Plata dice que Iberoamérica ya no está teñida, o no de manera tan uniforme como antes, de gobiernos oligárquicos, neoliberales y serviles, que en este primer lustro del milenio las sociedades están mejor representadas, o algo representadas, por sus respectivas autoridades nacionales y que se ha aliviado la fractura (política, económica, social) entre los equipos presidenciales y los países reales.

Uno de los problemas críticos de cualquier victoria (tiene razón Chávez en llamar así, desde el punto de vista latinoamericano, lo ocurrido en Mar del Plata), además de que a la larga suele ir sucedida por derrotas, es la dificultad para identificarla, para reconocer el momento preciso de una inflexión histórica. En el exasperante relato de las relaciones entre Estados Unidos y nuestros países, el encuentro de la semana pasada fue un punto de viraje. Hoy está claro que el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) es imposible sin Argentina, Brasil y Venezuela, pero que la integración económica de Latinoamérica es perfectamente posible sin el instrumento que pretendía imponer la Casa Blanca. Otro inconveniente grave de ganar una partida es no tener claro qué sigue. En este caso, lo que sigue es concebir y promover un acuerdo de libre comercio de América Latina.

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