Usted está aquí: miércoles 9 de noviembre de 2005 Opinión Salud y complicidades

Luis Linares Zapata

Salud y complicidades

Al actuar como sustrato condicionante del accionar público, las complicidades forman parte sustantiva de la crisis atribuida a los partidos o a la misma política en general. Cuando algún miembro de una cofradía, agrupación gremial o partido político corre el riesgo, por sus propios errores y compulsiones, de caer en desgracia ante la ciudadanía o ser puesto a disposición de las autoridades competentes, un manto cobertor le es extendido de inmediato por sus correligionarios o iguales. Se trata de protegerlo y, al mismo tiempo, protegerse ante la eventualidad de ser llevados a juicio, de verse obligados a responder ante la ciudadanía por sus delitos o bellaque-rías. El entramado cómplice puede llegar a contaminar las más altas esferas del poder, tal como bien se sabe que sucedió en México durante varias administraciones (la de Carlos Salinas como ejemplo señero). Pero, con mayor frecuencia, tales prácticas de corrupción se encuentran institucionalizadas entre las plutocracias, esa conocida forma de gobierno que afecta la vida pública de todas y cada una de aquellas naciones donde la injusticia y la inseguridad sociales campean por doquier.

Trátese de un famoso dúo de banqueros que evadieron al fisco en montos supramillonarios con simuladas operaciones de bolsa y que, mediante una bien coordinada cobertura de las autoridades respectivas, se les permite embolsar, junto con cientos, quizá miles de sus asociados, los beneficios derivados por la venta de un gran banco nacional. O cuando ciertos correligionarios partidistas voltean hacia otro lado con el cinismo suficiente para disimular el flagrante tráfico de influencias que un panista, notorio senador de la República, lleva a cabo al litigar contra el Estado. O, peor aún, cuando la subprocuraduría supuestamente encargada de perseguir delitos electorales exculpa el trafique de una cofradía de amigos, apoyadores de una candidatura presidencial, y arrumba el expediente cruzándolo con alegatos sin sentido. Nada se diga de la simplona y pretendidamente terminal negativa (se espera momentánea) del primer vocero de la Federación a la denuncia que hacen dos reporteras bien documentadas sobre inversiones en oneroso rancho de retiro sexenal.

Cómo aceptar el esgrimido argumento de atacar, mediante malévola conjura, a un partido político para salvar de merecido cadalso a líderes sindicales, ex funcionarios petroleros y burócratas partidistas que malversaron, con pruebas irrebatibles a la mano de las autoridades, enormes sumas de recursos públicos y desviarlos a una campaña electoral fallida.

Habrá que poner la atención debida para rescatar del forzado olvido que se le ha impuesto a la pormenorizada relación bancaria, develada en conspicuo noticiero televisivo, donde se relata el trafique de decenas de millones de pesos en efectivo que efectuaron infantes prominentes, aprendices de empresarios bajo la cobertura oficial respectiva, e impedir así la inmovilidad de las oficinas del fisco hacendario y del Ministerio Público pertinente, en su consecuente acción punitiva del probable delito.

Qué decir de la cuando menos hipócrita actitud de la jerarquía eclesiástica ante la nada discreta y sí cómplice casulla protectora que tiende prominente obispo para minimizar el necesario escándalo provocado por un pedófilo contumaz, en su intentona de evadir los tribunales, permitiendo así que continúe infectando las mentes y los cuerpos de otros infantes.

El listado anterior no pretende, bien se sabe, ser terminal relatoría de las complicidades que se pueden describir, enumerar, sufrir, observar en el ámbito colectivo de México. Este juego perverso para enterrar delitos y felonías no es privativo de esta aporreada sociedad. Se les descubre en cualquier país del ancho mundo sin importar raza o estadio de desarrollo. Pero un sistema de convivencia se distingue de otros por sus logros al exponerlas al concomitante castigo, de airearlas por medio de puntillosos procedimientos para que sean conocidas en sus disolventes detalles y sus autores puedan ser defenestrados con todo el rigor correspondiente.

Las diferencias se notan allí donde salen a la palestra una serie de valores culturales, transformados en mecanismos institucionales, en filtros sociales que las puedan condenar, que las rechacen, que hagan factible librarse de sus nocivos efectos. Algunas veces se llevará a los cómplices hasta los tribunales y la cárcel los recibirá con beneplácito. En otras ocasiones se les someterá a un proceso de escarnio colectivo para impedir adicionales ocurrencias y la sociedad se vacunará a sí misma contra el olvido.

Las disolventes consecuencias que ocasionan las complicidades entre delincuentes y sus interesados adláteres no deberán lograr sus propósitos. Esto sería lo terrible del caso: dejar que unos rufianes se encaramen sobre la ciudadanía y le impongan sus desviados intereses. Difun-dir, sin recato ni temores, las miserias de personas y organismos no es perseguir el escándalo vendedor, sino hacer posible la sana ventilación del ámbito colectivo.

 
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