Jornada Semanal,  13 de noviembre  de 2005         núm. 558
LA CASA SOSEGADA

Javier Sicilia

Un místico olvidado

A pesar de la fuerte influencia en Occidente de las disciplinas religiosas orientales, sobre todo del yoga de la India y de sus vertientes filosóficas y místicas, ya casi nadie lee a Rabindranath Tagore (1861-1941). Sin embargo, este indio, Premio Nobel de literatura en 1913 y amigo de Gandhi, no sólo sigue siendo uno de los grandes poetas del siglo XX sino, además, uno de sus más profundos místicos. 

Estas simbiosis no son frecuentes. Para encontrar a alguien como él en la tradición cristiana hay que remontarse a San Juan de la Cruz. La comparación parece extraña: ¿qué tiene que ver el frailecillo de Fontiveros, que sacó su parco legado poético de las sobrias y breves páginas del Evangelio, con la obra de ese indio que bebe de las fuentes de una tradición milenaria sobre la que se levantan cientos de fabulosos dioses y tres libros inmensos y fastuosos: el Mahabharata (con sus 214 mil 778 versos), el Ramayana (con sus 48 mil) y el Bagabad Gita (con la intensidad filosófica de sus vastas batallas)? Aparentemente nada. Sin embargo, cuando uno se echa a los ojos la obra de Tagore, en particular el Gitanjali, encuentra esa correspondencia. No sólo hay en él una sobriedad y una intensidad amorosa como la de San Juan, sino, además, a través de esa escritura pasa decantada la más pura tradición mística de la India.

Semejante al fraile del Carmelo, que se remontó a través de siglos de teología, de vidas de santos y de una infinidad de devociones cristianas, para tocar con toda su carnalidad el amor de Dios, la mirada poética de Tagore ha sabido pasar a través de la inmensa jungla de los dioses indios, para hacernos sentir a ese Amado resonando en todas las cosas. Con Tagore, el peso de la cantidad de toda la espiritualidad India adquiere el peso de una sobria y apasionada densidad.

No quiero decir con esto que la experiencia del Amado en San Juan y en Tagore sea la misma –San Juan es un hombre de la Encarnación que experimenta a Dios como un Otro; Tagore, en cambio, hijo del dualismo hindú, lo experimenta como una realidad en la que el mundo busca disolverse–; digo, simplemente, que en algunos momentos la experiencia espiritual de Tagore usa, al igual que Juan de la Cruz, el lenguaje de la experiencia erótica como un análogo de la experiencia de Dios. Pero si en el primero, ese análogo afirma que la experiencia pasa por un encuentro carnal –"Amada en el amado transformada"–, en el segundo es sólo el dedo que señala una realidad de naturaleza puramente espiritual de la que nada puede decirse porque el Amado de Tagore no tiene rostro y, en consecuencia, nunca puede asirse con la carne que, en la tradición india, es ajena a la resurrección: "Aprieto sus manos [...]/ Trato de llenar mis brazos con su belleza, de copiar con mis besos su sonrisa [...]/ ¿Sin embargo, ay, dónde está todo aquello? [...]/ Trato de abrazar la belleza: me elude y sólo deja el cuerpo entre mis manos./ Confuso y cansado vuelvo a caer./ ¿Cómo podría el cuerpo tocar la flor que sólo el alma puede tocar?"

Hay así en la obra de Tagore una nostalgia de la carne que se sabe impotente ante su propio deseo, en donde las cosas, que son maya (ilusión), no son más que sombras de una realidad que sólo puede alcanzarse con la muerte a la que le dedica poemas de una hermosa solemnidad. Si San Juan y él, desde la elevación de sus vidas místicas, coinciden en que la belleza de las cosas es sólo anuncio de la belleza del Amado, y que su plena experiencia sólo se logra después de esta vida, difieren en que para el católico hay una experiencia real y directa de la carne con el Amado: Dios, en Cristo, es una carnalidad que tiene resonancias de plenitud en ella: el más allá está ya presente en el aquí de nuestra finitud cuya presencia concreta será transfigurada en la presencia del Otro que toca nuestra carne; en cambio, para Tagore, la única plenitud posible está en el más allá, del que la vida encarnada es sólo el hueco de una luminosa nostalgia que sólo adquiere su paz en la ausencia de todo y en la aparición de la totalidad: "Si ese es tu deseo [...] apodérate de mi inconsistencia fugitiva, órnala de colores, que el oro la cubra, que sobre el viento lascivo navegue y se expanda en milagros cambiantes./ Luego, si es tu deseo abandonar este juego a la noche, me hundiré, desapareceré en la noche [...] o en la frescura de esta transparente pureza".

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez y sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro.