Usted está aquí: martes 15 de noviembre de 2005 Opinión La lengua

Pedro Miguel

La lengua

Uno no suele acordarse de ese músculo en tanto no se lo muerde o se lo quema, pero la civilización no sería posible si los humanos no lleváramos, a buen recaudo entre las quijadas, un órgano que sirve para mucho más que para tragar, distinguir lo dulce de lo amargo o tantearse las oquedades de los rellenos molares súbitamente perdidos en el fragor de una batalla, de una cena de gala o de una incursión consumista. Es básica, además, en la manifestación sin palabras de ternuras íntimas y en la apreciación de texturas y sabores recónditos. Pero su función más formidable está en el desarrollo de la expresión verbal -que en los dialectos romances devino sinónimo de idioma y raíz de los vocablos lenguaje y lingüística-; como asiento de la palabra adquiere capacidades que van más allá de la deglución o el ejercicio del gusto: participa en sitio protagónico en la construcción de vínculos; informa, seduce, miente, coordina, exhorta, ordena, ruega, regaña, sugiere, manipula, conmueve, alegra y enfurece al prójimo, intriga y sorprende, impacta, tranquiliza, inquieta. Es enorme el poder que la lengua otorga a su propietario, sea cual sea la posición de éste en la familia, la sociedad y el mundo.

Cuando el dueño o la dueña del apéndice resultan beneficiados o maldecidos con alguna investidura, el poderío de su músculo bucal se multiplica a niveles insospechados. Los sonidos articulados (con un poco de suerte o de esfuerzo) que emita un alcalde, un diputado, un maestro, un juez, un gerente, un ministro, un cantante, un director comercial, un rector o un presidente se amplifican en función del cargo, son retomados por los noticieros y los diarios y pueden ser determinantes para el futuro de decenas o millones de personas. Los altos funcionarios oficiales generan, mediante ciertos movimientos linguales, oleadas de entusiasmo colectivo, devaluaciones, soluciones duraderas y desastres perdurables. Con menos movimientos de lengua de los que toma a cualquier peatón recitar sus generales, distinguir entre limón y aguacate o llevar al ser amado al orgasmo, un dignatario puede conducir a su país a un conflicto de consecuencias duraderas. Los ejemplos más inmediatos son el enredo de lenguas en que están trenzados los presidentes Chávez y Fox, ese impresentable ministro del Interior francés que, al llamar chusma y gentuza no a los incendiarios del momento, sino al conjunto de los residentes de los barrios pobres de Francia, echó gasolina al fuego que consume a su país, las inagotables tonterías pronunciadas por Berlusconi o los bushismos y su papel protagónico en el increíble desgaste de autoridad que experimenta la Casa Blanca.

Parece ser que en los tiempos presentes se ha olvidado un asunto que debiera resultar obvio: los depositarios de cualquier cuota de poder colectivo son menos soberanos de su discurso que el común de los mortales, y que antes de realizar una conexión directa y refleja entre las descargas de testosterona (o de estrógenos, que también tienen lo suyo) y el músculo bucal, tendrían que efectuar una filtración neuronal más severa que la que el sentido común exige a sus representados. De otra forma, llegará el día en que habrá que agregar a las constituciones, en el capítulo atribuciones y deberes de los funcionarios, listas de vocablos y expresiones prohibidas, o sujetas a la aprobación de los respectivos parlamentos. Y sería lamentable, porque la lengua es un órgano que no debería tener más restricciones que la cavidad bucal y el buen juicio de su dueño.

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