Jornada Semanal,  sábado 19 de noviembre  de 2005                núm. 559
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

LO QUE QUEDE

Una preocupación de los lectores apasionados es el futuro de su biblioteca, el destino de los libros amados cuando uno ya no esté. No me refiero a las bibliotecas de los escritores famosos, o a los acervos de miles de volúmenes que algunos logran juntar; hablo de las modestas bibliotecas que uno va reuniendo laboriosamente a lo largo de la vida y que, imagino, pueden agobiar a los deudos después de haber sido el orgullo de los difuntos.

Ya lo dice Gerardo Deniz en su poema "Exlibris con estrambote": "(Sólo preveo, razonable,/ la dispersión,/ la venta al peso,/ librerías de viejo. ¿San Luis Potosí/ A.D. 2049?…"

En mis estantes abundan los volúmenes que pertenecieron a otros y los aprecio más que aquellos que compré envueltos en celofán. ¿Por qué? Tal vez por una suerte de solidaridad con los muertos, por la inclusión de una presencia más en la fabulosa conversación con los difuntos que es la lectura: la asistencia silenciosa, pues prefiero comprar ejemplares sin marcas, del dueño original. 

Es por eso, por lo del silencio, que procuro ya no anotar, subrayar y marcar con plumón fluorescente mis ejemplares. Porque pienso que tal vez en el futuro habrá un lector que se preguntará por qué demonios señalé tal o cual párrafo; que comprobará con estupor y molestia que soy –fui, para entonces– una lectora estrafalaria, y que mis subrayados lo distraerán. Mejor no. Para eso sirven las tarjetas y los ficheros.

En 1998, durante un viaje a Nueva Orleáns, en una diminuta librería de viejo, me topé con un montón de libros sobre temas medievales que me atraen y que ahora son mi tesoro más preciado: herejías; privilegios escolares en la universidad de París en el siglo XIV; un estudio sobre la escuela médica de Salerno y el Trotula, este último título de un tratado de medicina de mujeres. Me dio curiosidad saber quién había sido el dueño de esos libros, todos en buen estado aunque se les notaba que habían sido leídos, y pregunté.

"Fueron del director de la Academia de Estudios Medievales de Norteamérica hasta 1986", me contestó el vendedor con un susurro reverencial. Averigüé que el señor ése era de Nueva Orleáns pero que había vivido en Nueva York. Que al enviudar había regresado a su patria chica y cuando murió, su hijo vendió la biblioteca.

Sentí una ráfaga de melancolía. Dice Borges que la presencia de ciertos autores en las bibliotecas de los lectores es una forma de inmortalidad. Bueno, quiero pensar que el conocer, aunque sea sólo de nombre, la identidad del dueño anterior y cuidar sus libros aunque no los haya escrito él, es otra manera de permanecer en este mundo (en el que por otra parte están desapareciendo ciudades, especies animales y vegetales, playas, ideas y pedazos del Polo Norte a velocidad alarmante).

Claro que uno empieza pensando en los libros y termina preocupándose por dónde acabarán los calcetines favoritos. ¿Qué será de mis cosas, mis muebles? No me debo angustiar; el único valor que tienen es sentimental. Y no debería dedicarle al asunto ni medio minuto, si en verdad pertenezco a la estirpe de los tímidos, como creo. 

Me explico: hay entre nosotros, y no sólo pertenecen al gremio de los escritores, personas que disponen minuciosamente de sus huellas para cuando hayan muerto. Son almas tenaces que desean permanecer en la vida de forma concreta. Mausoleos, retratos (en el Renacimiento abundaron los encargos a pintores prodigiosos en los que aparecen familias enteras, generalmente de clanes importantes, arrodilladas frente al pesebre de Jesús o en asuntos parecidos) y otras señales, que efectivamente, han durado. Los médicos le ponen su nombre a enfermedades: Alzhaimer, Parkinson, Huntington. Otros dejan fundaciones o alas de hospitales. Los políticos mexicanos, hasta los más abiertamente ineptos, no sueltan el hueso sin dejar fraccionamientos con sus nombres.

Otras personas son modestas. Discretos, reúnen sus manifestaciones: sus postales, sus diarios, sus emails. Guardan su correspondencia y sus diplomas para sus hijos. Convierten los tartamudeantes documentales Super 8 que filmaron sus padres, en DVD. Creen en el futuro y en la memoria de sus descendientes.

Por último estamos los tímidos. Los que creemos, como Sancho, que después de la muerte, la verdad ya no importa nada de nada. Aunque de veras espero que mis libros queden en buenas manos, porque los quiero mucho.