Usted está aquí: martes 29 de noviembre de 2005 Opinión Bibliófilo del año 2005

Eulalio Ferrer*

Bibliófilo del año 2005

El premio que se me otorga tiene sustancia y envoltura amorosas. Lo recibo con amor y gratitud. Por lo mismo, pienso que se trata de un signo emblemático de generosidad, desafiando las mutilaciones y traiciones de nuestro tiempo. Y es que el libro, con su convocatoria múltiple de lectores, suele ser, desde la coincidencia preferencial de gustos y saberes, un cultivo abierto de afinidades y gozos fraternos. Genera y confiere méritos. Montaigne supo sintetizarlos en tres clases de comuniones: la del amor, la de la amistad y la de los libros. Esta última como eje medular de la edad verdadera de cada uno.

Ya se ha dicho, frente a los alardes vanidosos, que hay gente de 30 años que tiene o cita libros que necesitarían siglos para haberlos leído. Lo que no desmiente la sed voraz que nos lleva, desde muy niños, a querer leerlo todo, conscientes, quizá, de que la vista es el órgano más preciado del cuerpo humano y de que la luz es el arca de los mayores misterios de nuestra vida.

Navegar por el ancho mar de los libros es uno de los grandes placeres existenciales. Nuestro barco es demasiado pequeño, en la presente coyuntura, para dar cabida detallada de su historia. Acaso, puedan perfilarla, nunca sustituirla, algunas citas y hallazgos que velean por ese ancho mar, desde las delicias laberínticas, por ejemplo, de Las mil y una noches o Trafalgar de Pérez Galdós. ¿Valdría recordar que Jaime-George Frazer necesitó 20 años de trabajo, a razón de 12 horas por día, para dar cima a su Rama Dorada? ¿O de que Stendhal utilizó 43 seudónimos a lo largo de toda su obra? En una derivación de estos ejemplos, posiblemente cabría mencionar la confesión de Borges de que sería feliz si una de las muchas líneas que escribió pasara a la historia. O el contento de Octavio Paz si se recordara una sola cuarteta de sus versos. De Victor Hugo es la versión de que Alejandro Dumas creó la sed lectora. Añadiríamos que el hijo de Alejandro Dumas, que compitió noblemente con su padre, fracasó en sus varios intentos para que Julio Verne -admirador del anarquista Eliseo Reclus- fuese admitido en la Academia Francesa. Marguerite Youcenar, al obtener el ingreso a la misma, sugeriría el cambio, por un puñal, de la simbólica espada tradicional.

Es interminable la lista de las lecturas preferentes de cada autor. Alejandro Magno se hizo lector bajo los consejos de su maestro Aristóteles; para Víctor Hugo la poesía de Baudelaire era su favorita; Los miserables del francés para Mario Vargas Llosa; Cien años de soledad, de García Márquez, para Alvaro Mutis; El último puritano, de Santayana, para Agustín Yáñez; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, para Santayana; La metamorfosis, de Kafka, para Paul Claudel; La náusea, de Jean-Paul Sartre, para Michel Tournier; La montaña mágica, de Thomas Mann, para María Zambrano; Las Memorias de Adriano, de Yourcenar, para Ignacio Solares...

Seguirían los ejemplos... de Harold Bloom, que considera El cerco de Lisboa como la mejor obra de José Saramago, y la revelación del propio Bloom, de que de quedarse en una soledad hipotética, eligiría las dos partes de Enrique II, de Shakespeare. En fin, una navegación donde no podrían faltar ni la frase de Emerson, "todo libro es una cita extraída de sus palabras", ni la de Marguerite Duras, "el mundo existe porque el libro existe", ni la síntesis expresada por el español Felipe González: "Si no leo, no gobierno".

Concluyo con la referencia obligada de mi travesía personal. Sintomático del lector voraz en que los años me convertirían, pudiera ser que antes de llegar a la escuela de párvulos ya leía completo el alfabeto, aprendido en las cabezas y titulares de los periódicos diarios, bajo la guía de mi padre, un tipógrafo de cuerpo entero. No tardaría en devorar, dentro de las limitaciones de nuestro hogar y, sobre todo, de las posibilidades de la biblioteca pública, los libros primeros de Salgari, las aventuras de Guillermo Tell y Búfalo Bill, Los Tres Mosqueteros, La vuelta al mundo en 80 días, Robinson Crusoe, La isla del tesoro.

Y más adelante sería lector devoto de Machado, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Zolá, Balzac, León Tolstoi, Anatole France, Schopenhauer, Nietzsche, Rousseau, Voltaire y otros muchos de mi primera juventud. Tan desbordante era mi pasión lectora que no vacilé en vender viseras a la entrada de la plaza de toros de Santander para reunir la peseta que costaba el Kina Kyralina, de Panait Istrati, llamado El Gorki de los Balcanes, un autor predilecto entonces de los simpatizantes anarquistas. En estas lecturas inolvidables, me conmovería el discurso de Engels ante la tumba de Carlos Marx. Y quedó anclada en mi primera memoria la trilogía de Sotileza, de José María Pereda; Juan Cristóbal, de Romain Rolland, y El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

Ciertamente, hay libros que marcan de manera definitiva la vida de cada uno. Tal es el efecto de Don Quijote de la Mancha en mi circunstancia personal. A las puertas alambradas del campo de concentración de Argelés Sur-Mer, concluida la Guerra Civil con la derrota de la República española, intercambiamos un libro que se ofrecía por una cajetilla de cigarros. El librito resultó ser una edición de Calleja de 1906 del noble hidalgo de la Mancha.

Dejo a su imaginación la que a mí produjo leer, tantas veces repetidas, entre piojos de todos los colores, un libro que hacía de la locura el escondite de las verdades de su tiempo, transformando nuestras miserias entre locos reales en sueños de redención y antorchas de esperanza. Sabríamos que el privilegio de la luz nos conduciría, para seguir leyendo, todos los días, a todas horas, hasta llegar a la patria generosa de la hospitalidad, el México del año 1940, donde los libros se convirtieron en auténtica asignatura de mi vida.

28 de noviembre de 2005.

*Texto leído durante el homenaje al bibliófilo en la FIL

 
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