Usted está aquí: lunes 12 de diciembre de 2005 Cultura El camino que recorrimos juntas

El camino que recorrimos juntas

El primer lugar del concurso de ensayo ¿Lees cuando viajas? Viajas cuando lees, convocado por La Jornada y la editorial Punto de Lectura, fue para el trabajo El camino que recorrimos juntas, de Mayra Daniel Arganis, que trata acerca de Ensayo sobre la lucidez, de José Saramago. Presentamos en estas páginas el ensayo ganador, elegido entre 57 participantes (44 hombres y 13 mujeres). El segundo lugar lo obtuvo Héctor Alejandro Quintanar con el texto El perfume del idioma, que versa sobre la obra de Alex Grijelmo La seducción de las palabras. El tercer lugar es para Manuel Jesús Moreno Rojas, quien escribió Violetta, a propósito de Diablo guardián, novela de Xavier Velasco. Se recibieron 43 trabajos del Distrito Federal y 14 del interior del país. Gracias a todos por participar

Mayra Daniel Arganis

Faltan tres horas para que salga mi camión. Como siempre salí de casa sin prever el tiempo y ahora este es el resultado. Estoy destinada a pasar dos horas en la Terminal del Norte en lo que parte el camión México-Guanajuato de las 12:45.

Mi arma secreta es el pequeño tabique que he sacado de mi mochila de lona: un ejemplar de Ensayo sobre la lucidez de José Saramago. Lo abro y me doy cuenta de que aunque mi boleto permanece en la bolsa de mi chamarra, he empezado el viaje.

Comprendo muy bien a los hombres que no salen a votar por la lluvia. Afuera también cae una llovizna pertinaz que va empañando los cristales. Al limpiarlos dejan ver una ciudad que agradece el agua: se ve lavada y recompuesta. Todo lo contrario a las conciencias de los ministros del país imaginario que pinta Saramago, que van degenerando en especulaciones a cada hoja recorrida.

Las horas pasan rápido en la terminal y me entero del problema político de la pequeña ciudad que pinta Saramago. Me recuerda a algo, a alguna realidad que probablemente soñé. Sin embargo, para cuando anuncian la salida de mi camión, los políticos de la novela aún no resuelven el grave problema del "voto en blanco" que ha dejado como ilegitima la votación de aquella ciudad imaginaria.

Al ir saliendo de mi propia ciudad, me entra un poco de nostalgia por no vivir en una más pequeña. Desde mi ventana del camión parece que la mancha urbana de México no termina nunca: aquí una fabrica de automóviles, allá un cementerio con un cristo colosal y más lejanamente, una carretera interminable bordeada de casas de interés social.

Mientras el paisaje urbano se convierte en rural, noto el ejercicio inverso en la estabilidad de la pequeña ciudad de mi novela. El "sospechosismo" se extiende como los berros en primavera... O como las fresas en un campo de Irapuato. Pero para llegar a Irapuato, aún falta mucho...

Antes debo de pasar por las afueras de San Juan del Río, Querétaro, donde las peregrinaciones son tan abundantes que podrían confundirse con la marcha de carros de los distintos partidarios de derecha y centro de la novela, que tratan de escapar al estado de sitio convocado para enfrentar la crisis.

Sin embargo, los peregrinos sanjuaneros sí encuentran lugar donde desembocar; como ríos encuentran su cauce. Los pobres personajes de Saramago pasan un vía crucis doble (la ida y la vuelta), sin propósito final más que el sacrificio por la patria, que les debe al menos una página en su historia.

Dulces son las frutas de la esperanza y ácidas las realidades. Voy llegando a Irapuato, la última parada antes del viaje de una hora hasta Guanajuato. Allí se sube una señora vendiendo tacos. Son casi las cuatro y no he comido nada desde el desayuno. Casi se me antojan las galletas secas que son la dieta diaria del Comisario que han enviado a la ciudad en labor de policía encubierto. Lo que no le envidio es tener que comprobar la culpabilidad de la mujer del médico.

La mujer del médico me agrada. Miro alrededor, entre los pasajeros. Quisiera levantarme y buscar a alguien que me inspire tanta confianza como la mujer del médico.

Desafortunadamente, sé que no vendrá un perro a secarme las lágrimas cuando termino de leer el libro. Por disposición oficial, no suben perros dentro del autobús.

Llego a Guanajuato y cierro el libro. La estación es tan pequeña como una caja de zapatos. Me espera la cara conocida de un viejo amigo:

-¿Has venido llorando?

-Sólo un poco. Es que acaba de morir una vieja amiga mía.

Desconcierto. Pero no me detengo a explicarle. Mi estancia durará bastante, podré contarle. Podrá incluso conocer a mi amiga a través de los trazos que Saramago ha dejado, como huellas del camino que hemos recorrido juntas.

 
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