Usted está aquí: martes 27 de diciembre de 2005 Opinión Dan los amores alas a su libertad

Gustavo Gordillo

Dan los amores alas a su libertad

Hoy que te observas en ese espejo tal cual eres no es porque esté reflejando una imagen fidedigna. Refleja más bien una visión subjetiva de ti mismo que depende de este momento. De tarde cálida, algo sórdida llena de pesantez. De relajamiento, sopor y ritmos descoyuntados. Miras algo distinto a una imagen sudorosa que se derrite con el fin de la tarde, que se regodea en los pronunciados rizos dorados que caen desordenados al borde de sus hombros. Imagen que se disuelve conforme se matiza la severa luminosidad del verano en sus siempre penetrantes ojos brillosos.

Observas con particular curiosidad tratando de descubrir en este silencio sospechoso, en este sutil intercambio de imágenes y trompe-de-oeil alguna señal o indicio. Lo que sí sabes, lo que sí entiendes, lo que sí apresas, es que en un lugar similar -aunque ciertamente no es el mismo-, en una tarde semejante -pero de esto hace 10 años-, en esta misma ciudad -eso sí, en esta misma ciudad- te diste cita con quien representa aún hoy -de eso estás plenamente convencido- la parte más esencial, más definitiva y también más dolorosa de tu desarrollo personal. Para cerrar un ciclo, se dijeron ambos cuando se encontraron en el aeropuerto. Porque así fue. Se encontraron en el aeropuerto, ya que mientras tu venías de Marrakesh, donde habías pasado unos días muy agradables y hasta aburridos con Pompougnac, tu eterno no-amante, Julius Brutus llegaba directamente de Santiago después de un agotador viaje de casi 14 horas.

Justamente cuando se encontraron. Cuando trataron tímidamente de abrazarse y de besarse. Pero más todavía después de dejar el auto rentado cerca de Piazza Navone, en uno de esos casi clandestinos estacionamientos que sólo personas que viven en el barrio conocen. Comenzaron a caminar por las estrechas y sinuosas callejuelas que la rodean. Justo ahí él intentó nuevamente, pero ahora con éxito, tomarte del brazo, sin que te friquearas -my God, si todos los romanos se agarran del brazo cuando caminan por las calles. Justo ahí te dijiste lo bien que ahora sí entendías cuando una relación amorosa se transforma en amistad. Ya no dramatizaron.

Hete aquí hoy con él en Roma, caminando por las calles que rodean Piazza Navone, hablando tranquilamente de aquellas turbulencias como una fatalidad que estaba inscrita desde el principio en su relación.

Te digo que eres la más pura encarnación del concepto de revolución pasiva de Gramsci. Just in case les receto, queridos lectores, una pequeña cápsula cultural. Gramsci, al analizar el Risorgimiento, introduce el concepto de revolución pasiva, que es una "revolución sin revolución", y enfatiza un aspecto relevante. Señala que la "supremacía" de un grupo social se expresa en dos formas, como dominio y como dirección intelectual y moral. Vincula lo anterior con el transformismo, que es una forma de absorción de las elites de grupos antagónicos, primero por una vía "molecular" y luego por la incorporación de segmentos de esas elites. El ejercicio del transformismo tiene, desde luego, el propósito de alimentar a la elite dirigente, pero también busca decapitar la capacidad dirigente de las elites opositoras. Es decir, intenta bloquear el surgimiento de un polo orgánico opositor.

Bueno, pues tú, malvado enamorador y seguidor del Marqués de Sade y más todavía de Juliette -a quien regresaré más tarde-, has aplicando en nuestras relaciones amorosas una revolución pasiva. ¡Me has llevado al más abyecto de los transformismos!

Los días que volvieron a pasar juntos recordaron buenas y amargas experiencias. De las veces que lo corriste de la casa a gritos -¿te acuerdas del pequeño departamento que tenías en el barrio Bellavista? De los pasos en arrière ante tus insistencias y súplicas. Se rieron de esos entonces amargos momentos. Los ironizaron, se ironizaron. Con nostalgia, con un poco de melancolía, rescataron momentos felices compartidos. Las incesantes luchas por imponer un límite a los demás buscando preservar su propio espacio de intimidad. Asumieron sus errores con alegría. Se recriminaron dulcemente. ¡Qué largo y tortuoso camino habían recorrido! ¡Cuántas lecciones dolorosas seguramente habían aprendido! Se aceptaron tal como son, sin máscaras. Con tolerancia. Tal vez porque, como dice Cioran, la tolerancia sólo se concibe a través de cierto escepticismo. Tampoco se pidieron pruebas de amor. Intercambiaron las experiencias que las otras relaciones les habían dejado. Las que hasta hoy mantienen. Sin chantajes, sin ganas de lastimar.

Toda esa urdidumbre de nuevas relaciones, esas nuevas miradas y cariños, esos nuevos amores, no empequeñecían lo nuestro, ni lo vulneraban, tampoco lo erosionaban. No podían suplantarlo. Hicieron, por tanto, un pacto secreto. No formalizado, no dicho. Sólo intercambiado en miradas reflejadas en el espejo. Habrían de vivir intensamente sus relaciones amorosas. No desperdiciarían más tanto amor del que son capaces de compartir. Se despidieron como debe ser. Con una buena cogida.

Hoy que vuelves a mirar al espejo oteas a tus topos amigos que te habían abandonado. Los vuelves a sentir y a percibir. Aunque esta frase no agote todos sus significados. En realidad sólo presenta una visión parcial, parcializada, dividida e incompleta. Que produce un conocimiento ilusorio, quizá hasta infantil, curiosa fantasmagoría.

Entonces te acuerdas de aquella estrofa de la Mistral:

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;

pero te amo y mi amor no se confía

a este hablar de los hombres tan oscuro.

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