Usted está aquí: martes 27 de diciembre de 2005 Opinión De estacionamientos y suspirantes

Luis Hernández Navarro

De estacionamientos y suspirantes

Estacionar un automóvil en las calles de la ciudad de México puede resultar una tarea ardua. En ciertos rumbos de la capital y en horas pico puede llegar a ser una actividad casi tan pesada como manejar. La invasión de la ciudad por parte de grandes camionetas con un solo pasajero a bordo lo hace aún más difícil.

En las vialidades donde las autoridades han colocado parquímetros hay que encontrar, por principio de cuentas, un lugar vacío. Una vez que se ha localizado el espacio libre y estacionado el vehículo, hay que estar seguro de que se lleva en el monedero tanto cambio como el que necesita el chofer de una micro o el dependiente de una tienda al menudeo. Y es que los parquímetros instalados sólo aceptan monedas de uno, dos y cinco pesos. Así que si uno planea dilatarse más de un par de horas no tiene más remedio que romper el cochinito con los ahorros de su hijo o comprar en el estanquillo más cercano un dulce, usando un billete, y pedir al dependiente que no le dé el cambio en monedas de a diez pesos.

Quien usa el parquímetro debe estar muy consciente del tiempo que le tomará realizar su encargo. Si uno se pasa unos cuantos minutos del tiempo alquilado, corre el peligro de encontrarse con una desagradable sorpresa: la inmovilización de la llanta delantera de su automóvil por un artefacto que se asemeja a un aparato de tortura de la Edad Media. Los funcionarios que los colocan tienen una diligencia y una rapidez poco frecuentes entre sus compañeros de otras ramas de la administración pública. Una vez instalado no hay pretexto que valga para quitarlo. No hay más remedio que dirigirse a un módulo especial, pagar una multa y esperar a que los mismos trabajadores que colocaron el dispositivo lleguen a retirarlo.

Por supuesto, siempre existe el recurso de aparcar en un estacionamiento. Pero las tarifas que cobran son cada día más prohibitivas. El retraso de un vuelo en el aeropuerto capitalino puede llegar a costar a quien va a recoger a un pasajero un verdadero ojo de la cara. El hospedaje de un día de coche puede resultar tan caro como el que una persona debe pagar por un día de hotel.

En este país donde sobra mano de obra, algunos estacionamientos modernos han prescindido de contratar trabajadores para recibir a los automovilistas y han instalado modernas máquinas cobradoras. Desafortunadamente, algunos de estos artilugios no aceptan que se depositen billetes de denominaciones superiores a cien pesos.

Tampoco es gratificante llegar a un estacionamiento de los antiguos, en los cuales los acomodadores reciben a los choferes con advertencias: "¿Le lavo el coche? ¿Se lo encero?", dicen automáticamente, a pesar de que el automóvil vaya impecable. Y una vez que el conductor ha rechazado la oferta, señalan implacables: "Tiene un rayón. Aquí hay un golpe". De nada sirve responder que ese trancazo que está señalando se lo hicieron justamente en un estacionamiento. Pocas tareas hay tan estériles y frustrantes en el diario manejar de esta ciudad como tratar de cobrar el seguro a un estacionamiento que ha abollado el carro.

Tan buen negocio debe ser aparcar coches que por todos lados han aparecido estacionamientos. Los grandes supermercados cobran a sus clientes por ir a comprar sus mercancías. Lo mismo hacen algunos restoranes. Ahora hasta algunos expendios de comida rápida obligan a pagar para acceder a sus instalaciones con un vehículo motorizado.

Algunos negocios ni siquiera alquilan un espacio para estacionar automóviles. Les basta tener un dependiente que recoja y devuelva el carro, entregue un recibo y cobre la tarifa. Es el caso de los llamados valet parking, que reciben los coches a las puertas de los restaurantes y los depositan en las calles públicas.

Están también los llamados franeleros y acomodadores que controlan el estacionamiento de vialidades colocando botes y piedras. A diferencia de los valet parking no cuentan con razón social, no contratan empleados y no dan recibos, pero trabajan más o menos de la misma manera. Usualmente son vistos con simpatía por los empleados de oficinas que necesitan un lugar seguro para dejar sus coches y no pueden darse el lujo de pagar un estacionamiento, pero despiertan la antipatía de los vecinos del barrio y de quienes buscan aparcar en esas calles ocasionalmente.

Por supuesto, todos estos problemas desaparecen si se usa el transporte público o la bicicleta. Pero trasladarse en bicicleta en una ciudad tan motorizada como ésta y con conductores tan imprudentes puede resultar una aventura peligrosa, además de extenuante. Y el sistema de transporte público es limitado.

No hay, pues, soluciones fáciles a la cuestión del transporte en esta ciudad, como no la hay tampoco para el agua ni para otros asuntos. Y el político que diga que tiene la solución, miente.

Y eso es precisamente lo que hace Demetrio Sodi cuando afirma que le sobran ideas para resolver los problemas de esta ciudad. Durante años, las únicas ideas que el senador ha mostrado tener son las de la derecha. Por eso votó contra los pueblos indígenas.

Sodi, saltimbanqui de la política, un día es priísta, al siguiente "ciudadano" y en la coyuntura electoral se vuelve perredista. Ahora quiere vestirse con la chaqueta del PAN o de cualquier partido que le ofrezca una candidatura, y para ello realiza una costosa campaña con promocionales en la televisión y en las calles de la ciudad de México, pero oculta quiénes son sus patrocinadores.

Como si no tuviéramos suficiente con problemas como el del tráfico y el estacionamiento, los capitalinos debemos soportar además a los suspirantes a un nuevo hueso estilo Demetrio Sodi.

 
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