Usted está aquí: lunes 2 de enero de 2006 Política Migración: cuando los viejos regresan a morir

Gómez Farías, pueblo michoacano receptor de ancianos

Migración: cuando los viejos regresan a morir

JUAN BALBOA ENVIADO

Gómez Farias, Mich. Los muertos hacen crecer cada semana el pequeño y colorido panteón. Los vivos, en cambio, abandonan el pueblo, sus grandes y espaciosas casas. Se cambian a pequeños pueblos de San Francisco, California, donde radican 90 por ciento de los cerca de 2 mil mexicanos nacidos en estas tierras y registrados en el padrón electoral.

De Zamora, Michoacán, a Acámbaro, Guanajuato; de Moroleón, Guanajuato, a Tejupilco, estado de México, se registra un nuevo fenómeno migratorio: familias completas, incluidos niños, desaparecen cada año de pueblos desolados y silenciosos.

La madre, el padre y los hijos son parte de la nueva era de la migración mexicana hacia Estados Unidos, que en el presente año romperá el récord histórico al llegar a más de 420 mil los connacionales que cruzarán la frontera norte. Los panteones se llenan y la mayoría de las casas permanecen vacías, los jóvenes se van en busca de riqueza y los viejos regresan a esperar la muerte "adonde nací, ahí quiero morir", dice Manuel Martínez sin vacilar.

Gómez Farías es un pueblo en el que existen más santos que fieles, según el sacerdote Gabino Ordaz Murillo, quien señala que en años recientes el lugar se ha convertido en receptor de ancianos, quienes regresan a morir a su tierra natal cuando pierden la fuerza de la juventud y la adultez y son rechazados en los plantíos de fresas californianos.

Recién llegado, "en el primer año de mi estancia en Gómez Farías, me he sorprendido mucho. De mayo a mayo enterré a muchísima gente. Dije: este pueblo se va a quedar sin nada, la mayoría de los vivos están del otro lado. Fácilmente enterré a unas 30 personas, pero para una comunidad así de despoblada es muchísimo, un porcentaje alto. Si viven 200 personas y 30 mueren, más de 15 por ciento fallecen, ¡qué barbaridad!", exclama, alarmado, el párroco del pueblo.

El sacerdote Ordaz Murillo es un hombre joven que hace apenas año y medio sustituyó al viejo párroco del lugar, quien moría de soledad. Ordaz Murillo es el responsable de la comisión diocesana de pastoral familiar de la diócesis de Zamora, Michoacán. El obispo decidió que radicara en este pueblo, donde evangelizar se ha vuelto tarea imposible, porque aquí cada año desaparecen más familias.

Gómez Farías, Valle de Guadalupe, J. Mújica y Chilchota, entre otras cuatro docenas de áreas similares de la región del Bajío, son los principales pueblos fantasmas que deja la migración. Todos tienen un fenómeno que los hermana: son comunidades limpias, con viejos en los parques, panteones en crecimiento, inmensas iglesias sin fieles y un extraño silencio de soledad.

"Uno se acostumbra, señor", afirma Guadalupe Fernández, mujer de unos 70 años que vio nacer zonas pobladas del Bajío. "Vi pueblos vivos." Pero hoy da testimonio de lo que llama "la muerte lenta" del sitio donde nació, creció y seguramente morirá.

Guadalupe atiende una pequeña tienda de abarrotes que se ubica en la calle Morelos, del inexorablemente abandonado pueblo de Gómez Farías. Madre de seis hijos migrantes -todos radican en California y trabajan en la recolección de fresas-, admite que la migración de 90 por ciento de la población ha dejado un lugar "sin alma, sin luz", y de inmediato expresa su rechazo a la forma de vida estadunidense.

"¿Cuál sueño americano?", se pregunta, y responde: "Muchos dicen, entre ellos mis hijos, que es bonito. Yo lo conocí y no me gustó. Bonito este pueblo, pero todos lo dejan por el llamado sueño americano".

-¿Sus hijos viven en Estados Unidos?

-Sí, pero ello no quiere decir que sea bonito. Mire cómo miles han abandonado sus tierras, sus buenas casas. Mire cómo regresan jóvenes desgraciados por la droga. ¿Eso es bonito? No, eso no es bueno.

La realidad no la deja mentir. A una cuadra de su pequeño negocio deambula un hombre de apenas unos 25 años. Se llama Jorge -migrante expulsado de San Francisco, California, por consumir drogas y quién sabe cuántas cosas más- y camina por la calle General Zapata en busca de dinero para costear su adicción. Es uno de los pocos jóvenes que hay en el poblado.

Ver un joven en las calles de estas comunidades michoacanas llama la atención. A Jorge no fue difícil verlo desde varias cuadras. Su cadencia al caminar llama la atención, pero más aún su traje amplio y su pantalón de marca, que tiene una serie de bolsillos a los lados. Camina drogado, bajo un sol inclemente. No tiene adónde ir. Es más, no tiene con quién acudir, porque toda su familia se encuentra "del otro lado, allá", dice.

-¿Adónde vas? -se le pregunta en medio de la calle.

-Aquí, esperando. Me quitaron la mica del otro lado, pero me la van a devolver -responde.

-¿Piensas regresar?

-Sí, todos lo hacemos. Me quitaron la mica y ahora tendré que pagar al coyote, que me cobra 2 mil dólares.

En todos los pueblos de alta y muy alta migración de Michoacán, Guanajuato, estado de México y Zacatecas pululan los muchachos drogados. Dicen que es "uno de los grandes males" que ha dejado el fenómeno. Todos en la región maldicen al "demonio de la droga, que atrapa a los jóvenes, los conduce al infierno. Pecan allá y los regresan acá", afirma Manuel Martínez, hombre mayor, que ha intentado en vano producir fresas. Los jóvenes drogados, asegura, aumentan la delincuencia.

¿Y los niños?

El recorrido abarca unos 20 poblados de Michoacán y Guanajuato. En la mayoría casi no hay niños, pareciera que fueran invisibles, que no existieran. En las calles no se encuentran, en las escuelas son cada vez menos y el número de pequeños que van al catecismo desciende año tras año.

El párroco Gabino Ordaz Murillo reconoce que cada vez más niños imitan a sus hermanos o padres en sus anhelos por emigrar hacia Estados Unidos. Algunas veces, señala, "familias completas atraviesan la frontera. Otras ocasiones simplemente forman parte de grupos de adolescentes cuyo único objetivo, desde que nacen, es cruzar la frontera". Es parte de la nueva cultura en los estados del Bajío, región históricamente expulsora de habitantes.

"Son pueblos con pocos niños. Encuentro en el catecismo a unos 100, no más. Los jóvenes son un grupo muy reducido, muchos han sido deportados y tienen problemas de drogas", subraya el sacerdote, y señala que "la migración continúa en ritmo ascendente. Lo patético es que desde hace pocos años hay un nuevo fenómeno: se van familias completas y no regresan. Es realmente triste, y en la línea de las cuestiones pastorales es un verdadero problema".

Gabino Ordaz ignora cuántos viven o han habitado en Gómez Farías. "Realmente nunca he visto a la población completa." Sin embargo, asegura que hay manzanas completas o cuarteles enteros (un conjunto de manzanas) en los que habita sólo una familia.

Esos pueblos están literalmente "abandonados por Dios", pues el trabajo pastoral es labor titánica, casi imposible.

-¿Qué problemas tiene la Iglesia por la falta de feligreses?

-Si la Iglesia es la comunidad y la comunidad no está, no se puede hacer una verdadera labor pastoral. Cuesta trabajo hacer comunidad con la poca gente que se queda aquí. Tengo ordinariamente en misa, más o menos, unas 10 personas.

Durante las fiestas decembrinas el padre decía estar preparado para recibir a los migrantes, quienes regresaban para celebrar a la patrona del pueblo, se diría que de casi todos los pueblos de la zona, la Virgen de Guadalupe. Pero con la llegada de éstos aparecen los problemas. Los pocos que regresan a pasar el fin de año invaden la iglesia para celebrar bautizos masivos, primeras comuniones, 15 años y, sobre todo, bodas acordadas días o meses antes, entre hombres que vive del otro lado y mujeres que radican aquí. Ambos se volverán a ver, si tienen suerte, dentro de un año, y seguramente regresarán a la misma iglesia para bautizar al hijo que no esperará cumplir los 18 años de edad para seguir los pasos del padre.

 
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