Usted está aquí: sábado 14 de enero de 2006 Opinión La tristeza inmortal de ser divino

Sergio Ramírez

La tristeza inmortal de ser divino

Cuando alguien piensa en Cervantes recuerda su clásica figura grabada en acero, un grave castellano de barbas bien atendidas, el cuello rodeado por una atildada gorguera, a la mejor moda de la época. Un docto caballero de respetos académicos. Y a los 400 años de la publicación de la primera parte del Quijote, simposios, congresos, memorias, discursos... lo cual nos hace suponer que la fama de Cervantes ha sido una cauda luminosa detrás suyo a través de los siglos. Ni una cosa ni la otra.

Nadie más lejos que él de los boatos y señalamientos de la corte real. Nació hijo de un barbero cirujano, porque en aquellos tiempos los barberos, además de cortar el pelo y alistar las barbas, sangraban a los amenazados de apoplejía, y en la misma silla de arreglar cabellos sacaban muelas podridas, valiéndose de tenazas de herrero, porque también eran dentistas. El padre vivió siempre lleno de deudas, y fue a dar a la cárcel por ellas, y para hacer menos distinguida a la familia, las dos hermanas de Cervantes tenían fama de entretenidas, es decir, que recibían libremente a caballeros de buena bolsa.

Lo persiguió la justicia de joven por haber malherido a un hombre en un pleito, y condenado a perder de un tajo la mano derecha, la misma con la que había infringido la ofensa, tuvo que huir a Italia, y como prófugo se alistó en el ejército de don Juan de Austria para pelear en la batalla de Lepanto contra los turcos, donde ganó la gloria de otra herida que no dio, sino le dieron, y le dejó seca la mano izquierda, de allí su apodo poco honroso de el manco.

Pleitista callejero, prófugo, soldado de mala fortuna, y luego prisionero de los moros en Argel, donde purgó cautiverio hasta que pagó el rescate por su familia empobrecida, y más tarde colector de tributos forzados en especies, aceite, trigo, ganados, para avituallar a la armada invencible de Felipe II que vino a ser destrozada por Inglaterra; puesto de cobrador que le ganó inquinas de poderosos, y gracias a ello cárcel y amenazas de excomunión.

Se enredó en amores con una mujer casada, de la que tuvo una hija, y vino luego a entrar en matrimonio con una niña de 18 años, que le iba muy bajo en edad, con lo que no se habrá salvado su ánimo de las penas de los viejos que duermen en la misma cama con la carne contigua de la airosa juventud, que es lo mismo que dormir con los recuerdos.

Pobre siempre, pendiente de las bondades de los príncipes a quienes dedicaba sus libros, temeroso de la vigilancia del Santo Tribunal de la Inquisición, que no perdonaba deslices contra la fe en los escritos de invención, lo sospechaban además de no ser cristiano viejo, es decir, lo sospechaban de judío. Y para peor, fue opacado en vida por las glorias de Lope de Vega, el más popular autor de dramas y comedias de la época; acátese que en Madrid hay una placa que señala la casa en que vivió Cervantes, pero la calle en que está esa casa se llama Lope de Vega.

Pidió destinos altos en Indias delante del rey para el que había cobrado tributos, la gobernación de Soconusco en la Capitanía General de Guatemala, la Contaduría de las galeras de Cartagena de Indias en el reino de la Nueva Granada, el corregimiento de Nuestra Señora de La Paz en Bolivia, peticiones que fueron desechadas con desdén por los burócratas arrogantes del Consejo de Indias, con un ''busque por acá en que se le haga merced". Es decir, no vuele ni tan lejos ni tan alto.

Quería acaso regresar a España, como dice él mismo de El celoso extremeño, ''rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su Patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Perú donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata".

La tierra vasta de las Indias a la que aspiraba trasladarse era ''común refugio de los pobres generosos'', según escribe en La española inglesa, y dueña de maravillas, como la ciudad de México, según se acuerda en El licenciado Vidriera, pues comparada con Venecia, era ''la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del Mundo Nuevo.'' Pero de lo que nosotros nos perdimos fue que el Quijote se escribiera en América, donde de todos modos más se leyó entonces, pues la mayor cantidad de ejemplares de la primera parte pasó por las aduanas americanas.

Poco antes de morir, y recién publicada la segunda parte, lejos de recibir glorias sufrió la última de las afrentas, cuando fue encarcelado en Valladolid por sospechoso de ser parte del crimen de un noble cuyo cadáver apareció a las puertas de la casa de su hermana, donde él vivía arrimado, y ya sabemos el oficio que ocupaba las energías de la mujer aquella.

Porque anduvo entre la gente y no encumbrado, y amaneció en mesones y en ventas del camino, igual que don Quijote, es que Cervantes conoció capataces de cofradías de ladrones, busconas y celestinas, mendigos que eran falsos ciegos y falsos tullidos, titiriteros, estudiantes de fondillos rotos y habla espesa de latines, tinterillos lenguaraces, alguaciles corrompidos, frailes pecadores, y damas dignas de los desvelos de caballeros andantes, que don Quijote advertía como lozanas, pero que criaban puercos y olían a cebolla por culpa de encantadores malandrines.

Por lo mismo habla Cervantes con propiedad de un loco que creía ser de vidrio y temía por eso las pedradas, y de otro loco que en lugar de huir de las pedradas salía a buscarlas, y así libraba de sus jaulas a los leones más temibles, y de la cadena de galeras a delincuentes no menos temibles, arengaba a humildes pastores de cabras con discursos sobre la utopía, y quería el loco, gran locura, poner remedio a las injusticias y desniveles del mundo, que es hoy el día y sigue descalabrado de miserias.

Y ahora, por todo eso, el hijo del barbero padece la tristeza inmortal de ser divino.

Masatepe, enero 2006.

www.sergioramirez.com

 
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