La Jornada Semanal,   domingo 15 de enero  de 2006        núm. 567


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

LONDRES Y UNOS GRABADOS DE ESQUIVEL

Londres es nocturno. La niebla se ha ido, pero sus fantasmas permanecen. En la estación de Paddington hay un cantante que recuerda los años de la niebla espesa y engañadora. Muchos años más tarde, en la primera hora nocturna me paraba en una esquina de Cadogan Gardens para ver pasar a las muchachas con sus minifaldas de 1967. Dolía que fueran tan bellas y tan inalcanzables como las muchachas de la Quinta Avenida que pasaban muy cerca de los ojos y tan lejos de la vida de nuestro José Juan Tablada.

Londres es para la nostalgia. Lo veo de lejos y vuelvo al invierno neorromántico de 1967. Los muchachos vivían sin aceptar restricciones, el Electric Cinema mandaba su hornazo a diez cuadras de distancia y en Portobello te regalaban flores y te proponían hacer el amor y no la guerra. En Chelsea escuché "Imagine" de Lennon y vi por primera vez el deseo de un mundo mejor. Lo anterior había sido la baba chorreante de los demagogos o el sermón huero de cura convencional. Nada hizo la comercialización a las palabras de Lennon más fuertes que todas las mañas de los mercachifles. Muchos años más tarde vino el balazo en la puerta del Dakota.

Londres es una narración de Chesterton, una esquina peligrosa de Priestley; un lebrel infatigable persiguiendo a Francis Thompson; una lluvia de rosas sobre Elizabeth Barrett; un amor desdichado de Wilde; unos caballeros enfermos de respetabilidad en el mundo de Galsworthy; las muchedumbres de muertos vistas por T.S. Eliot en el Strand y las figuras en la niebla de Dickens.

Londres es la confortable monotonía de los barrios con casas iguales y la sorpresa neoclásica del cuarto creciente de la luna urbana. Es la estación del metro absurda y bellamente gótica en la que ahora estallan las bombas de la protesta desesperanzada y, por lo mismo, brutal e insensata. Es un conjunto de jardines en los cuales, en medio de la nieve, brotan los primeros y puntualisímos narcisos. Es una larga conversación en la puerta del "Pub" o el misterio de los "Mews" nocturnos. Pero, sobre todo, es una ciudad que se burla de sí misma y se regodea en su pérdida del imperio y en la bancarrota de su respetabilidad. Es así, por la sencilla razón, de que el humor todo lo permea. De esta manera, los eduardianos se hundieron elegantemente y Wilde dijo su última frase ingeniosa en el hotel parisino en el que agonizaba. Es eso y mucho más el Londiniun romano, la capital del reino y del imperio. Eso y mucho más... así lo dicen mis huesos viejos y la mirada persiguiendo a los muchachos de los sesenta y sus manos llenas de flores. Lo ven. Estoy aquí, en plena vejez, y me ilumina el paso de una minifalda por las calles de Chelsea.

Gerardo Esquivel, grabador queretano, vivió una temporada en Londres, trabajando de todo y durmiendo como se podía. De esa temporada que juzga entrañable brotó una serie de dibujos de la ciudad, sus calles, sus gentes y, sobre todo, su tensión espiritual. Yo viví otro Londres, pero nos encontramos en algunos lugares y en el misterio de sus callejuelas laberínticas que desembocan en plazas con memorias del imperio. Para ellas está el sarcasmo de un Orwell demasiado lúcido y el entusiasmo contenido y, en buena medida, elegantemente dramático de Henry James. En cierta plaza vi a Virginia Woolf y a los suyos sentados escribiendo en unas hojas enormes. Entré con ellos, ¡vaya presunción!, a la Tate Gallery y nos quedamos estáticos, anonadados ante un fantasmal y luminoso barco de Turner. De ahí nos fuimos al National Film para pasar la noche viendo geometrías femeninas de Busby Berkeley. La madrugada nos recibió con alondras en Hyde Park y la tarde nos dio el primer ruiseñor en los prados de Golders Green. Al día siguiente vimos la puerta de la casa donde sobrevivieron Rimbaud y Verlaine y en la tarde intentamos sin éxito algunas relaciones peligrosas.

Londres en la memoria es mejor que en la presencia. "Todo tiempo pasado fue mejor", dijo Manrique en los labios del orador de Hyde Park. Lo veo: tenía una mancha roja en la cara (eso le venía de una novela de Greene) y perdía el aire cada vez que mencionaba a Dios. Lo escuché muchas veces y un día ya no apareció. Pensé que su Dios lo había asfixiado para que no lo encontrara o para que lo encontrara demasiado.