Paul-Marie Lapointe, las almas y los árboles...* Bernard Pozier Nacido en Saint-Félicien, en la región del Lago Saint-Jean, en 1929, Paul-Marie Lapointe estudió en la escuela de Bellas Artes, y luego fue periodista, principalmente en La Presse, en el Nouveau Journal y en la revista Maclean antes de ocupar diversos puestos en Radio- Canadá. Con la influencia del jazz y del surrealismo, publica en 1948, en el Quebec ultracatólico, El virgen incendiado, uno de los faros de la poesía quebequense contemporánea. Su obra abundante y audaz ha recibido numerosos reconocimientos, entre los cuales se hallan los Premios Athanase David, Gilles-Corbeil y Léopold-Sédar-Senghor. La primera parte de su obra ha sido reagrupada con el título Lo real absoluto (Poemas 1948-1965) y un segundo tomo de su retrospectiva nos fue entregado en 2004, El espacio de vivir (Poemas 1968-2002), ambos en las ediciones de lHexagone. Sus más recientes obras testimonian la influencia de los inviernos pasados en México: algunos poemas de Especies frágiles (2002) y, sobre todo, la monumental experiencia exploratoria intitulada Lo sacro. Libro libre para Tabarnacos libres. Juegos y otras escrituras, que apareció en 1998. El poeta escribe en él de manera abundante sobre varias ciudades de México y de estas "Tribus, primitivos pueblos/ antes de los imperios,/ del progreso, de las ruinas." La presente traducción de Marco Antonio Campos, meticulosa y apasionada, propone descubrir una reunión de poemas, aparecida en libros de bolsillo, en la colección Typo, en la cual se reagrupan dos grandes series de aquel que muchos consideran el mejor poeta quebequense actual (Selección de poemas/ Árboles y Para las almas). El primero apareció en 1960, en el alba del nacionalismo quebequense, en la cuna de la llamada Revolución Tranquila; el segundo en 1965, antes del gran despertar que se iniciara en 1967. Arbres, concebido como una larga letanía, es una suerte de inventario de la lujuriosa vegetación de Quebec, donde se enumeran todos los nombres más o menos familiares o extraños de los seres que forman nuestros bosques lo mismo que los posibles de cada especie. Por ejemplo, Lapointe escribe: "enebro que guarda el plomo de los alfabetos", mostrando que, por el hombre, el árbol participa en la empresa de la imprenta... Así se esboza un paralelo entre el hombre y el árbol que, muy rápido, se convierte en una alianza. "Solsticio de verano" celebra a continuación la sensualidad y la sexualidad, revelando el resplandeciente paisaje del cuerpo que encuentra otro cuerpo, en el casi tan considerable deslumbramiento de un verdadero cuerpo a cuerpo con el paisaje: "invoco un río donde el flanco rosa de tu nuca sigue/ la estela profunda de una trucha lunar". El poema "¿Qué amor?" cierra esta primera parte del libro en una oscuridad extrema: ¡La de la aspereza de vivir en este mundo donde el hombre es humano y, oh, de qué manera mortal! Donde nosotros moramos "prisioneros de las horas y de las armas". Entonces "¿qué amor nos curará de este mal?" Para las almas cubre la segunda parte, y en 1965 alma es ya una palabra que pierde un poco su aliento. El poeta, aún en ocasiones enfangado en la religiosidad que enviscaba entonces Quebec, representa bien la dualidad que lo desgarra entre su herencia y sus aspiraciones. Por ejemplo, escribe "Salmo para una revuelta", y es al término de una cierta travesía humanista, libertaria, llena de esperanzas por su planeta, que podrá entregar este consejo: "Desesperad de Dios." Antes se necesitará que el amor, la revuelta y la fraternidad nos conviertan a todos, igualmente, en "adversarios de la muerte", pese a todas las amenazas, en particular la nuclear. Se necesitará que se pueda extasiarse del mundo como el poeta ante los pájaros o en el lirismo de sus "oh". El libro se cierra con un poema que me marcó desde mi adolescencia, "ICBM", el cual me ha parecido siempre de una extrema condensación y de una infinita sugestión. ¿Cómo evocar mejor el deseo que con estos versos: "en las pasarelas de nylon/ entre los mundos/ vacilan las tiernas caderas de las muchachas?" ¿Cómo significar mejor nuestro cruel destino figurado por la ineluctable muerte enroscada en la menor partícula de vida, que escribiendo: "los niños se encogen como hojas quemadas"? Para mí, la poesía de Paul-Marie Lapointe se impone, primero, por su inmensa exigencia, no sólo al nivel del ideal humano que la sobreentiende, sino también, de seguro, por la altura adonde ella lleva la escritura que alcanza el misterio de las palabras augurales. La obra nos habita y se le reconoce porque expone la esplendor de los esponsales del hombre y la mujer, incrustándolo en la armonía de lo humano y del paisaje, "pues somos el habitáculo de la nieve". He allí una poesía, del todo quebequense en sus referentes, plenamente universal en sus fundamentos y lisa y llanamente intemporal en su riqueza y su verdad inagotables. Bernard Pozier
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