Usted está aquí: martes 17 de enero de 2006 Opinión Negocio global

Pedro Miguel

Negocio global

Operado en escala, el negocio de la explotación sexual infantil, como casi todo proceso productivo y comercial que se emprenda hoy en día, sea lícito o ilícito, correcto o canalla, debe aprovechar las oportunidades de la globalización. El imperativo de la rentabilidad hace necesario buscar oportunidades de negocio en los diferenciales de costos de producción y de mercado entre países distintos y unir mano de obra barata con mercados masivos de alto poder adquisitivo. Esto es: comprar baratos los insumos -lo más barato que se pueda- a fin de ofrecer los precios más bajos posibles a consumidores con capacidad para pagarlos. De esta forma la competitividad deviene rentabilidad de la inversión. Los índices elevados de utilidad permiten realizar inversiones en prospecciones de mercado, relaciones públicas, asesorías legales y consultorías en eso que en otros rubros se denomina "impacto ambiental": ¿Qué prefiere el público? ¿Gang-bangs con niñas de 10 años o sexo oral con lactantes? ¿En qué regiones o de qué regiones pueden obtenerse insumos a menor costo? ¿Dónde existe menos regulación y qué latitudes demandan menos trámites? ¿Cuál es la inversión necesaria para mantener relaciones fluidas y constructivas con el entorno social y las autoridades? ¿Cuál es la ubicación de las policías más indolentes y de los jueces más venales?

En términos generales, éste es el esquema de operación de las trasnacionales cuyo negocio es la transformación de la miseria humana de una localidad en moda, comodidad, prestigio o capricho para las consumidores de otras partes del mundo: ya se sabe -cualquiera que quiera puede saberlo- cómo operan las firmas de ropa de moda, calzado deportivo, bebidas embotelladas y distribuidoras de mierda disfrazada de hamburguesa. De China a Chihuahua, cualquier bolsón de pobreza y desprotección laboral puede ser convertido en enclave de la producción mundial y en abastecedor de consumidores despreocupados y medianamente bien remunerados.

Los empresarios de la explotación infantil -en su vertiente de prostitución o de pornografía- encuentran en la lógica de la economía global algunas ventajas adicionales a las que ésta ofrece a los rubros legales o legalizados: para ellos, de entrada, el planeta entero es una zona de libre comercio, en la medida en que sus productos, carnales o virtuales, se distribuyen, al igual que la droga y las armas, en la modalidad del tráfico humano y del contrabando; para ellos no existen aduanas, disposiciones antidumping ni normas oficiales engorrosas ni homologaciones ni controles de calidad. Los sectores delictivos de la economía mundial son el sueño del neoliberalismo: cero intervenciones o restricciones del Estado, nulo proteccionismo, todo librado al control de la mano invisible del mercado.

La separación geográfica entre centros de producción y zonas de venta implica para la industria de la pornografía infantil otro elemento provechoso: se minimizan las posibilidades de que alguna de las víctimas sea identificada por un consumidor o que éste tenga presente la posibilidad de encontrarse el rostro de uno de sus hijos en su próxima adquisición. Producir para la exportación también reduce el riesgo de que el entorno social acabe por mirar de frente el problema y reaccione con exasperación. Tal vez existan casos aislados, pero cuesta imaginar que haya muchas familias de ingreso medio dispuestas a entregar a sus hijas e hijos al set de producción de videos porno o a la agencia que proporciona chicos a los potentados y poderosos. Los cotos de caza de esta industria no están en barrios ricos o de clase media, sino en las zonas marginadas de Camboya, Guerrero, Honduras, Albania. Y los pobres sólo toman aviones cuando su patrón les paga el boleto o cuando se van a buscar trabajo a otro país. Las grandes distancias operan como aliadas de los capitales y como freno para la organización y defensa de los explotados. Eso siempre lo han sabido las ensambladoras de autos, los fabricantes de productos de consumo, los que convierten las horas amargas de trabajo de una factoría lejana en una camisa tan linda como barata, o en un suculento y apetecible aparato de video.

Aunque sea con un día de retraso, valga la dedicatoria de estas líneas a Lydia Cacho, perseguida por documentar hechos punibles.

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