Usted está aquí: domingo 22 de enero de 2006 Opinión La otra reforma

Néstor de Buen

La otra reforma

Ha pasado un poco de moda el tema de la reforma a la Ley Federal del Trabajo (LFT) que tanto llamó la atención del Poder Legislativo, donde ahora está congelado el proyecto oficial. Este, por supuesto, sufrió cambios, y la última versión, más razonable, presentada por el secretario del ramo, Francisco Javier Salazar, fue mucho más modesta en sus pretensiones. Pero el problema en el derecho del trabajo no se expresa solamente por una cuestión legislativa, en la que desde la Presidencia de la República se insistió y se sigue insistiendo, sino por las prácticas, no exclusivas de México, por cierto, que se han marcado como propósitos terminar con la estabilidad en el empleo, lo que quiere decir generar los instrumentos para una especie de despido libre y dejar de lado el derecho de los trabajadores a participar en las utilidades de las empresas. Es bien sabido que el derecho laboral es un mecanismo polémico, sustancialmente iluminado por las tendencias más recientes en materia económica y política. Quizá, con el derecho agrario, son las únicas disciplinas jurídicas que acogen ideologías que las motivan desde su nacimiento y pueden provocar, como sin duda pasa en este momento, notables decadencias.

Desde el final de la guerra fría, con la caída del muro de Berlín como antecedente principal, se ha producido una tendencia notable en el planeta para acabar con el derecho laboral. Es exactamente lo contrario de lo que sucedió al término de la Primera Guerra Mundial. La revolución rusa, un año antes, provocó temor en las naciones en guerra, todas capitalistas e imperialistas, ante la presencia de una sociedad socialista. Al firmarse el Tratado de Versalles, en 1919, la parte trece instauró un sistema de derechos sociales que el maestro Trueba Urbina atribuía a una copia de nuestro artículo 123 constitucional. No comparto plenamente esa tesis, que discutimos muchas veces, porque el 123 fue a su vez resultado de una larga evolución, iniciada suavemente a finales del siglo XIX, que alcanzó la cumbre en la Declaración de Principios de la Segunda Internacional (París, 14 al 21 de julio de 1889). El Plan de San Luis Missouri de los Flores Magón (1 de julio de 1906) sería el primer antecedente mexicano que sirvió de modelo a la Carta de Querétaro, pero con inspiración en muchas cosas y hechos anteriores.

Desde el Tratado de Versalles, el miedo capitalista a la revolución dio un impulso formidable al derecho del trabajo, que se consideraba un antídoto contra la rebeldía obrera. Al término de la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de reconstruir Europa, con mercados ansiosos de productos, dio un segundo impulso al derecho laboral. Hoy las corrientes son contrarias. Abundan los contratos temporales, en el mejor de los casos, que ciertamente no tienen valor alguno, salvo en situaciones de excepción y, entre otras estrategias, se instrumentan empresas de mano de obra que alquilan sus trabajadores a las empresas productoras y las liberan, aparentemente, de toda clase de responsabilidades, lo que por supuesto no es cierto.

En la expansión del capitalismo, el invento de los grupos de empresas (en realidad, grupo de sociedades que forman en conjunto una empresa) utilizó el mecanismo de que la empresa tenedora de las acciones del grupo no tuviera trabajadores pero sí utilidades, en tanto que las operadoras, mediante mecanismos contables y fiscales, equilibran los gastos con los ingresos, sin utilidades que repartir. Hoy dominan el mercado las empresas de mano de obra. Se empezaron a poner de moda hace poco más de 25 años. Llegan a ofrecer, con garantías afianzadas, que el arrendatario no tendrá problemas laborales, porque los que trabajan para él no se consideran sus trabajadores sino del arrendador, un insolvente natural, al que no le importan mucho las demandas que se le puedan presentar, porque sus bienes no pasarán del mobiliario de un local alquilado. Todo esto, por supuesto, desvía los compromisos de la seguridad social, del sistema de vivienda y, sobre todo, de los despidos, ya que el supuesto patrón se apoya en el hecho lamentable del desempleo, en parte derivado de las nuevas tecnologías, lo que lleva a los trabajadores a no hacer valer sus derechos por miedo a perder su negada condición de trabajador.

Por supuesto que la LFT regula la situación de esos intermediarios y establece responsabilidades plenas y compartidas entre el arrendador y la empresa arrendataria. Pero son muy raros los conflictos de esa índole, ya que los prácticos que litigan (mejor conocidos como coyotes, a veces con título) no están hechos para esas aventuras. Tampoco las juntas de conciliación y arbitraje resuelven esos problemas como es debido. Todo ese sistema se monta, por supuesto, en la existencia de contratos colectivos de trabajo de protección y en el control estatal sobre los sindicatos y el derecho de huelga. Cada día estallan menos, se dice oficialmente, pero se esconde que los mal llamados dirigentes sindicales representan a las empresas, no a los trabajadores. En esos términos, ¿para qué reformar la ley?

 
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