La Jornada Semanal,   domingo 22 de enero  de 2006        núm. 568
LASARTESSIN MUSA
Jorge Moch
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 INFARTO Y FLATULENCIAS

Me gustaría que el sentido común cundiera como chincual entre los ejecutivos de las televisoras que confeccionan la programación. A veces, incluso, a pesar de mi natural condición de holgazán, me gustaría ser el papá de los pollos encorbatados de esas empresas para poder conformar, o al menos intentarlo, un buen huevo creativo que valiera la pena cacarear. Las barras programáticas de Televisa y TV Azteca, quitando programas extranjeros y algunas excepciones de producción nacional (como Un día con... que en Canal 13 de TV Azteca conduce Vicente Gálvez o algunos escogidos momentos de algunos escogidos episodios de Incógnito o No manches del Canal 5 de Televisa, o como algunos espacios de información y análisis, también, de Televisa) están agotadas en
sí mismas de tanto reciclar sus mismas aburridas fórmulas. Ambas empresas surcan, desde hace ya demasiado tiempo, las procelosas aguas de hacer televisión que solamente entretiene cabalmente a sus empleados, que no son pocos.

Hay programas cuya existencia cuesta trabajo explicar. Caso fehaciente de esto es la pervivencia sempervirente (o más bien viral) de un bodrio como Infarto, que sale al aire en Canal 7 de TV Azteca los martes a partir de las 21:30 y se demora una larga, larguísima hora en pantalla. El programa es tan malo, tan recontramalo que los créditos de quienes lo hacen se deslizan al final en un cintillo, en el extremo inferior de la pantalla, a una velocidad imposible de atrapar, como si a sus propios creadores los reconcomiese algún vestigio de vergüenza profesional. Apenas puede uno medio atrapar el nombre del productor, Rafael Pleuguer, creo. Infarto pretende, otra vez, creo, ser una variación de reality show de terror; idea seguramente copiada de algún programa extranjero pero en versión chafa. Los actores —porque nadie me pega la idea que el programa pretende deslizar de que esos encuadres son de cámaras escondidas— son malísimos. Malos actores pretendiendo que no son actores pretendiendo ser gente común a la que se somete a experiencias de terror urbano. Muy malos recursos narrativos y técnicos, y más malas puestas en escena con efectos patéticos, mal hechos, un audio igualmente malo y una pésima edición. Si cada episodio es, en efecto, una broma tétrica de los amigos de las víctimas, francamente es de un gusto que de tanto buscar un calificativo que le haga justicia solamente se me ocurre decir pinchísimo. Más que una producción cardiálgica, lo que les sale es una televisiva flatulencia. Sería interesante si el programa lo hicieran por completo niños de secundaria, pero no creo que sea el caso. A saber de qué academia patito de actuación sacan a los protagonistas de los excrementicios capítulos.

Otra vez esta vieja pregunta: ¿por qué hacer mala televisión si se tienen recursos, capacidad y experiencia para hacer buenos —o no tan malos— programas como los que mencioné antes? En una respuesta al menos parcial se radica el cogollo de toda la cuestión de las motivaciones en la producción de programas de televisión en México. ¿Dinero? ¿Apatía? ¿Estulticia pura? ¿Puras ganas de joder al prójimo?

Hay magníficos conductores de buenos programas a los que las televisoras del monstruo bifronte comercial ignoran por completo y ya podrían estar trabajando con ellos para sacar adelante buenos proyectos, interesantes y nutritivos. Allí están muchos de los alumnos de Luis Felipe Tovar, por ejemplo, o la gente que produce, escribe y conduce programas "de viaje" como La ruta del sabor o Crónicas de motocicleta, de Canal Once. Las buenas experiencias demuestran que es posible hacer televisión comercial con inteligencia. Allí están los programas de Denise Maerker o Víctor Trujillo; los espacios de Carmen Aristegui o Javier Solórzano. Como ellos, hay una multitud de talentos, desconocidos pero verdaderos, que ruegan obtener una oportunidad que las televisoras ni siquiera se dignan a ofrecer porque los espacios siguen en manos de algunos ejecutivos y productores y de sus cofradías y rebaños que celosamente cierran el paso a cualquier posibilidad de frescura.

Lástima. Más lástima que los anunciantes, igual que el público a la larga, se conforman con la estulticia y la enajenación, y el círculo vicioso se alimenta a sí mismo hasta una náusea que, afortunadamente aunque tampoco sea la gran cosa, la televisión de paga todavía tiene más o menos alguna capacidad de aliviar.