Usted está aquí: lunes 23 de enero de 2006 Opinión Esperando una corrida de Cristóbal Colón

Hermann Bellinghausen

Esperando una corrida de Cristóbal Colón

Definitivamente, estaba escrito que los animales salvajes estarían en mi camino. La ciudad era de esas tan pequeñas que contínuamente acabas en la calle principal y en una mañana viste todo lo que hay que ver. Planeé pasar la tarde tumbado en la terminal de autobuses, esperando. Entonces me obligó a fijarme en qué pasaba un cierto embotellamiento en sleepy town, donde casi no circulan carros y la mayor parte del año en un riel aparte pero a pie se mueven los turistas caucásicos y mediterráneos. Lo primero que vi fue el tigre de Bengala, dando vueltas todo mareado. Luego una caterva de monos agarrados a su cárcel y mirándonos con odio. Un oso negro. Varias llamas de los Andes. Un elefante hindú de 52 años. Una caballería exótica de ponies minúsculos y corceles enormes. Un dromedario travesti llamado Paulina Rubio, por "piernudita". El "sonido" pueblerino de un vocho destartalado precedía a los tráilers voceando la llegada del Coloso de las Américas, como se autodenomina el circo Osorio.

Mi boleto de la Colón indicaba 12 pm. Metí el legajo de Voltaire en el morral de mi disfraz de turista sin leer más que el sumario, y me invité a la función de las seis en la carpa catedralicia que montaron los Osorio en unos terrenos a orillas de la ciudad. Había llovido. La pista estaría enlodada. Tan siquiera la empresa desplegó alfombras de lona para evitar resbalones no programados.

En ciudades como aquella nunca pasa gran cosa. La gente se entretiene con pura televisión. Un circo ofrecía la oportunidad de divertirse sin necesidad de emborracharse. Las gradas estaban llenas. ¿Dije gradas? Tablones apenas, amarrados con lazos y sostenidos en bases de hierro. Costaba trabajo saber si una "grada" era para las nalgas o los pies.

Es raro ver a hombres realizando trabajos físicos enfundados en frac negro. Y más en tierra caliente, donde el saco y la corbata no existen ni para los funcionarios. Los técnicos de pista. Eran indígenas y jóvenes, excepto dos, viejos y de piel blanca, que parecían mayordomos de telenovela. En estos últimos el frac resultaba creíble, pero en los muchachos de baja estatura y complexión campesina, la elegancia indumentaria les daba un aire de payasos. De hecho, aunque involuntariamente, eso eran.

El más activo y simpático, "doble de Leonardo Di Caprio", según el insolente anunciador que narraría toda la función como si se tratara de un table dance o un partido de futbol, era casi enano, de pelo partido por el centro y teñido de rojo. Parecía divertirle su chamba, que iba de recoger con pala y cubeta la mierda de las cebras Raya y Martin, a poner las dagas en manos de Artemio Douglas Osorio, quien con los ojos vendados las arrojaría a Cynthia, linda damita del público que inexplicablemente aceptó ponerse en la tabla de las puñaladas a merced del clownesco lanzador de dagas.

Hans Osorio, hijo del viejo patriarca Artemio Osorio, era el domador. Cambiaba de vestimenta según la bestia. Para pasear a las cebras fodongas de "la aldea de Madagascar" y hacerlas bailar con Michael Jackson salió todo de lentejuela rosa. Para echarse unas vencidas con el tigre furioso (y con razón. Oh tigre, qué hubiera dicho Blake, oh Blake), se enfundó en un leotardo a rayas rojas y negras bastante sado. Para presumir al elefante, saco, chistera, chaleco y reloj con cadena: el uniforme típico de un empresario de cuento de hadas.

Los ineptos saltarines de tombling Los Mercury saldrían más tarde como Batman y el Hombre Araña para arriesgar el pellejo en limitados lances de trapecio, haciendo el patiño de los hermanos Osorio que lo mismo fueron motociclistas en "la esfera de la muerte", que montaban de pie un imponente percherón negro, salidos de Touluose Lautrec o cambiaban de trapecio como de calcetines.

En el número del percherón, Johnson Osorio brincó la reata sobre el lomo de la bestia. Aplausos. En cambio el payaso Pitibiní no logró subirse al caballote; cayó él, y de él cayeron sus equívocos pantalones. El maestro de ceremonias festejó que se le viera "todo el canal de las estrellas" debajo del bóxer.

En tanto, "los hombres de negro" (o técnicos de pista) iban y venían, sosteniendo el espectáculo de las cuatro generaciones presentes de la familia Osorio, que se encargaban de todo lo demás. Las esposas atendían los puestos de palomitas con salsa Valentina, nachos y chicharrones. Los niños vendían matracas cósmicas con lucecitas láser y chicles gigantes, de un metro, "para todo el año".

Vestidas con la mayor brevedad posible, las chicas del Lula Hula fueron tan malas que ni intentaron ponerse el aro en las caderas, sólo le bailaron encima, pero el público aplaudió generosamente. Yo también.

Concluída la función, todavía esperé cuatro horas para abordar una corrida de Cristóbal Colón que me sacara de allí.

 
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