Usted está aquí: martes 24 de enero de 2006 Cultura Justo Vasco

Paco Ignacio Taibo II

Justo Vasco

Me siento a la máquina con rabia, porque no sé que otra cosa hacer. Porque cuando llueve mierda, cuando te quieren meter a la cárcel por razones políticas, cuando el mundo se oscurece, cuando se mueren los amigos, eso es lo que hago. Escribo. Eso es lo que sé y lo que soy.

Y trato de que tecla a tecla se desvanezca este furor, esta rabia que me domina. Y fumo y lloro por la desaparición de mi amigo Justo Vasco, mi compañero, mi camarada, que acaba de fallecer.

Hace diez días estábamos en Gijón planeando la próxima Semana Negra y Justo estaba particularmente feliz. Se había salvado, tras una operación de caballo y perdiendo un riñón, de un tumor que estuvo a punto de matarlo en agosto pasado. Me mostraba muy orgulloso la cicatriz inmensa y una botella de ron Matusalén que Cristina le había regalado en Reyes y que iba a esconder para que las visitas no se la consumieran. Yo, abstemio, no era de peligro.

Era durante una de esas largas charlas nocturnas, de las que tuvimos tantas a lo largo de estos años, a las que se sumaba Cristina, y en la que discutíamos de literatura y de política, a veces furiosamente, pero siempre como hermanos que se quieren mucho y que no van a permitir que diferencias los separen. Burlándonos un poco de nuestras furias, fobias y adhesiones incondicionales. Ultimamente nos reprimía a Cristina y a mí porque fumábamos mucho.

Nos repartimos dos inmensas pilas de libros para leer en estos próximos cuatro meses, no queríamos por ningún motivo, como se ha hecho siempre, que alguno de los invitados llegara por aquí sin que lo hubiéramos leído, y queríamos leer a otros antes de invitarlos. Queríamos leerlo todo. Bromeaba conmigo diciendo que íbamos a necesitar una beca para volvernos lectores profesionales.

Estaba escribiendo una nueva novela, después de una seca de varios años. No me quiso contar nada. Misterio, secreto. Iba bastante adelantado.

Caminaba como pato por las calles de Gijón, sobre los inmensos zapatones, reluciendo la calva. Gijón le gustaba, excepto los viernes en la noche, cuando los borrachos aúllaban bajo su balcón. Era una ciudad que había adoptado como propia después de muchos años de vivir en Cuba y en la Unión Soviética. ¿Cómo había logrado sobrevivir a las lluvias gijonesas y a la falta de sol después de haber vivido en La Habana? Era un misterio que él explicaba contando sus años de estudiante de química en Moscú, donde se le helaban las manos al abrir las páginas de los libros.

Nos conocimos hace mil años en La Habana, cuando se formó la Asociación Internacional de Escritores Policiacos, de la que fue vicepresidente. Decenas de veces me quedé a dormir en el sillón de su casa y compartí huevos fritos con arroz en su mesa.

Era (y me duele usar el pasado), es, fue, un traductor excelente; del ruso, del inglés, del italiano. Tenía una extraña facilidad para las lenguas y en pocos días era capaz de adquirir los rudimentos de una nueva. Nos deja traducciones de algunos de los mejores escritores rusos del siglo XX y acababa de producir una traducción brillante de dos de las novelas de los hermanos Strugatski, que recientemente se publicaron en España.

Había escrito novelas policiacas mano a mano con Daniel Chavarría (Completo Camagüey, Primero muerto), y luego otras dos en solitario, El Muro y Mirando espero, con la que ganó el premio Hammet, su gran novela de picaresca habanera.

Vino en los primeros años a la Semana Negra de Gijón como invitado y aquí conoció a la traductora y novelista madrileña Cristina Macía. Juntos decidieron rehacer sus vidas y escogieron Gijón como sede, para la nueva aventura vital. Fueron reclutados rápidamente para la organización de la Semana Negra. Mientras que Cristina se hacía cargo de la feria del libro y los talleres, Justo se responsabilizaba de la coordinación literaria. Durante los últimos diez años lo hizo. Y juntos armamos este experimento del que estábamos tan orgullosos.

Una vez, cuando discutíamos sobre la necesidad de hacer más corta la lista de invitados, que empezaba a desbordarnos, me dijo algo, que ya me había dicho Angel de la Calle, y que se volvió bíblico en la organización de la Semana Negra: ''A éste hay que invitarlo porque le vamos a dar oxígeno para otro par de años". Sabía bien, algo que no en todos los festivales y ferias del libro se sabe, que los escritores son unas personas frágiles, a los que si queremos seguir leyendo, tenemos que querer.

En la segunda semana de enero nos volvimos a ver en Gijón. Iberia perdió mi maleta, nuevamente, y viví gracias a las camisetas y los calcetines que me prestaba y a un chubasquero que alguna vez dejé abandonado en su casa (junto con una pila de libros, para los que me había construido en el cuarto de los invitados un librero especial).

Fuimos juntos a llevar a su hija Laura al cole. Llovía. Al día siguiente salí de su casa rumbo al aeropuerto. Nos abrazamos en la puerta. Estábamos tan contentos, éramos endiabladamente felices. El había sobrevivido. Yo era como el holandés errante. Nos despedimos por un breve tiempo. Recuerdo la manera en que me miraba cuando no quería mostrar emociones, con los ojos acuosos.

La rabia sigue. Por más que me diga que nadie muere del todo si otros lo recuerdan, lo leen. Y recuerdo a un hombre bueno, muy de izquierda, que pensaba que el mundo debería ser mejor, enciclopédico, ilustrado, racionalista, ateo, beligerante, que encendía una radio, una luz o una tele cada vez que entraba a un cuarto, como para vengarse en Gijón de las escaseces eléctricas de La Habana, bromista, generoso.

Recuerdo a mi amigo, que no era, que es.

¿Verdad, Justo Vasco?

 
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