Usted está aquí: jueves 26 de enero de 2006 Opinión Política exterior y consenso nacional

Soledad Loaeza

Política exterior y consenso nacional

Uno de los presupuestos más frágiles del México autoritario era que la política exterior era fuente de consenso interno. Es una buena hipótesis creer que la mayoría de los mexicanos comparte la noción de que es preciso protegerse de las imposiciones y de los intervencionismos de Estados Unidos, porque a nadie le gusta que lo traten como si fuera de segunda, salvo a quienes son realmente de segunda. Pero es mucho más arriesgado suponer que todos o, por lo menos, la mayoría de los mexicanos estaríamos de acuerdo siempre con todas las decisiones que tomara el gobierno para alcanzar ese objetivo. Observadores, analistas y estudiosos sostuvieron durante décadas, con firme convencimiento, la creencia de que todos los mexicanos apoyábamos las decisiones gubernamentales de política exterior porque defendían la soberanía nacional, la autodeterminación, en una frase: porque la diplomacia mexicana era baluarte y escudo de la independencia del país. De ahí inferían que el consenso forjado en relación con el exterior sostenía los acuerdos en el interior del país. A falta de votos en las urnas, los gobiernos mexicanos pretendían legitimarse con los votos en Naciones Unidas. Curiosa inversión de términos en la relación entre política interna y política exterior.

Más sorprendente es esta operación retórica si miramos con cuidado la historia del siglo XX, a partir de la estabilización posrevolucionaria, porque mucha es la evidencia de diferencias y fracturas de opinión que provocaba internamente la diplomacia mexicana. La política hacia la revolución cubana entre 1961 y 1963 dividió claramente a la opinión pública: las minorías de izquierda se congregaron en torno a las causas del régimen de Fidel Castro, pero los empresarios, los católicos organizados y una proporción muy importante de las nacientes clases medias se sintieron gravemente amenazados por la cercanía de la experiencia, por las imprudencias públicas del gobierno de Adolfo López Mateos -que en privado era mucho más prudente de lo que nos cuenta la historia- y expresaron su convencido anticomunismo en formas tanto discretas como vociferantes. No sólo ellos. Gracias al largo brazo de la Iglesia en los pueblos, los párrocos fueron efectivos propagandistas del mensaje anticomunista, y despertaron en muchas comunidades el temor de que los comunistas les arrebataron hijos y tierras. El gobierno de López Mateos redujo al mínimo su relación con el régimen cubano, y no sólo porque se lo hubieran pedido desde Washington, sino porque se produjo una importante fuga de capitales, cayó la inversión interna y los opositores se fueron a la calle con cánticos y velitas a rezar a Dios para que nos protegiera del comunismo.

La diplomacia tercermundista del presidente Echeverría fue una de fuente irritación permanente entre sectores de opinión que veían en los viajes del señor presidente huidas hacia delante, que enmascaraban el récord oscuro de su actuación cuando estuvo a cargo de la política interna. La política exterior fue la gran coartada para que distinguidos miembros de la izquierda universitaria se sumaran al echeverrismo y pudieran, sin gran esfuerzo, cerrar los ojos a la evidente distancia entre el demócrata del avión presidencial y el autoritario de Bucareli y de Los Pinos después, que manipulaba votos, robaba urnas, secuestraba opositores y daba manotazos a la prensa crítica. Flaca memoria la de muchos de ellos que construyeron una biografía de izquierda parados en el reconocimiento del Frente Polisario, que se creó en 1973 en pro de la liberación del Sahara. El Partido Acción Nacional denunció histérico la llegada de los asilados chilenos, luego del golpe de Pinochet. El comunicado franco-mexicano de 1982 en el que el gobierno del presidente López Portillo reconocía al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional como fuerza beligerante provocó escalofríos entre muchos mexicanos temerosos de los excesos estatistas en curso.

La democratización ha permitido que muchos de los desacuerdos que en el pasado eran denunciados como faltas a la patria, minimizados o simplemente ignorados florezcan en todo su vigor. Probablemente ésa es la razón por la cual los candidatos presidenciales prefieren hacer el tema de política exterior a un lado, reconociendo que es muy divisivo. Felipe Calderón se refiere sólo en forma muy general a la necesidad de seguir adelante con los ajustes que demanda la adecuación a la pertenencia del país al mundo globalizado. Roberto Madrazo sigue sus pasos. En tanto, López Obrador elude la discusión de temas tan escabrosos como la relación con Estados Unidos, promete bajar las persianas y no mirar hacia fuera, o bien se acoge a las consabidas generalidades del discurso soberanista. No es de extrañar. Todos los candidatos responden al gobierno en turno, cuya política exterior ha sido ya no digamos fuente de conflicto interno, sino de plano da mu, como se decía antes, cuando algo era francamente incómodo o daba pena. (Aunque Acción Nacional todavía no lo entienda, y quiera hacer senador a César Leal, quien como embajador foxista en Grecia renunció dados los disgustos que provocó al gobierno anfitrión su comportamiento personal escandaloso.)

 
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