Usted está aquí: domingo 29 de enero de 2006 Opinión Más allá de las encuestas

Rolando Cordera Campos

Más allá de las encuestas

Como era previsible, la primera encuesta después de la tregua navideña confirma las distancias de arranque al final de la inusitada "pre" campaña del año pasado. Sin demasiadas sutilezas, la entrega de El Universal del jueves pasado nos pone frente a una fotografía repetida, que no consuela a nadie ni permite cantar victoria alguna. Lo malo está en otro lado.

Por lo pronto, hay que reiterar que el sistema político electoral está urgido de enmiendas reglamentarias y de una precisión de los términos que le dan sentido. Con el desplome de los partidos pequeños, la hipótesis sobre la pluralidad que imperaba en la política nacional se viene también abajo y es preciso asumirlo así de entrada. Sin esto, difícilmente puede esperarse que el mecanismo político electoral construido al final del siglo XX mantenga su papel articulador del conflicto social y dé cauce a la lucha por el poder. Poco tiene que hacer en esto una estructura institucional cuya terminología elemental ha sido tan obviamente rebasada por la realidad de sus actores fundamentales, y por las percepciones básicas de la opinión pública.

Una primera tarea de los órganos colegiados representativos del Estado que resulten de la elección de julio, tendrá que ser el ajuste del Código Electoral.

Los diputados y senadores habrán de encarar el hecho brutal de una pluralidad sin sustancia y en peligro de perder lo que le queda de capacidad representativa, mientras el grueso de la sociedad se lía con la evidencia de que sus representantes carecen de coordenadas políticas y discursivas para darle a su función política esencial un sentido real y creíble.

Por su parte, el presidente que sea elegido empezará a saborear los primeros agridulces de encabezar un gobierno rodeado de escepticismo cupular a la vez que de expectativas extendidas en la base de la sociedad, no sólo por las ofertas de campaña sino porque en estos meses la situación de muchos se habrá consolidado como una circunstancia que parece sin salida en el nivel individual y que tan sólo por eso requiere de la acción política envuelta en el celofán del cambio que todos los candidatos ofrecieron.

Del cambio como divisa o consigna unificadora se abusó hasta el hartazgo en estos años inaugurales del milenio, la democracia y de la economía globalizada que nos prometía ser modernos y prósperos. Sin embargo, hoy es claro que ni la política plural ni la economía abierta y de mercado han podido concretar sus ofertas de manera satisfactoria. No hay empleo suficiente, digno y seguro, ni las leyes y reformas legislativas han podido crear la sensación de que se vive bajo el amparo de un Estado previsible, sujeto a sus propias leyes y comprometido con el servicio público. La inseguridad cruza clases sociales y regiones, al grado de que lo que campea en todos los estratos es la inclinación a la fuga virtual a través del exilio interior, o real a través de las fronteras del norte.

Este es el piso duro desde el que tendrá que trazarse la "hoja de ruta" del próximo gobierno del cambio. Más que de una continuidad retórica, hay que hablar de una necesidad urgente que no admite más posposiciones. O los partidos y sus abanderados toman nota de este terrible panorama, agudizado por la mediocridad del crecimiento económico y el abusivo e irrespetuoso comportamiento de sus estamentos políticos, o el país tendrá que vivir auténticas horas de angustia antes de que amanezca el nuevo gobierno democrático.

Más que dedicar su tiempo a caer de hinojos ante la próxima encuesta, o a montar el triste espectáculo de un debate en torno a sus siempre provisionales hallazgos, los aspirantes a dirigir el Estado deberían arriesgar, aunque fuese un poco, y empezar a descubrir sus ideas sobre lo que entienden por ser mandatarios en una República donde la voz de los mandantes ni se ve ni se oye, ni siquiera se supone.

Darle sonido a los sentimientos profundos de una sociedad tan cuarteada como la nuestra es vital, si de lo que se trata es de evitar que el ruido y la furia se conviertan e nuestro lenguaje dominante. Sólo así, por lo demás, podrá México salir de la trampa en que lo metió el último remedo vernáculo del pensamiento único.

 
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