Usted está aquí: domingo 29 de enero de 2006 Opinión Ni lo uno ni lo otro

Angeles González Gamio

Ni lo uno ni lo otro

Uno de los sitios más bellos de la ciudad de México es el llamado Desierto de los Leones, que es en realidad un hermoso bosque de pinos centenarios y la fauna más feroz son las ratas de campo. El nombre se debe a que en ese sitio la orden de los carmelitas descalzos, enemigos del mundo y de la carne, que buscaban alejarse "del siglo" como si estuvieran en un desierto, dedicados únicamente a la oración y el contacto con la naturaleza, decidieron construir ahí un convento dándole simbólicamente dicho apelativo.

Lo de los leones tiene dos versiones: una, que en el siglo XVII, cuando edificaron el convento, existían pequeños pumas que los monjes, venidos de España, nombraron con el nombre de la fiera que les era más familiar. Dice una crónica de la época: "era una tierra inhabitable, en la cual había muchas tempestades y muchos leones y que poniéndose el sol, no había indio que se atreviese a estar en ella, por causa de los leones". La otra versión dice que los representantes del territorio ante la corona eran los terratenientes José y Manuel de León, a quienes los pobladores del rumbo consideraban los dueños y se referían a ellos simplemente como los Leones.

El asunto es que el sitio es bellísimo y aún conserva los restos del convento que lo bautizó, que este año cumple 400 de haberse fundado, lo que nos lleva a recordar brevemente la historia de la orden y su llegada a la Nueva España: la tradición del Carmelo trasciende los confines del cristianismo, penetra nueve siglos en el Antiguo Testamento y se detiene en una montaña célebre, el Monte Carmelo, que se encuentra en el actual Estado de Israel.

Los documentos más antiguos de la orden proceden del siglo XII después de Cristo, época en la que tuvieron que abandonar el reino de Jerusalén al ser conquistado por el sultán de Egipto Saladino, quien triunfó al ganar la batalla del Tiberiades, lo que dio lugar a que los mahometanos se extendieran por la zona, forzando a los carmelitas a emigrar a Europa, donde la vida no les fue fácil, hasta que lograron que el Papa Inocencio IV emitiera una bula pontificia que garantizaba su permanencia en ese continente. A partir de esa fecha dejó de ser una orden exclusivamente contemplativa, para dedicarse también a la actividad apostólica.

Fue la famosa Teresa de Jesús, que habría de llegar a ser santa, quien decidió reformar la orden junto con San Juan de la Cruz; ellos formaron una nueva rama, la de los carmelitas descalzos, que fue la que llegó a la ciudad de México en 1585, obedeciendo a la preocupación de la madre Teresa, por la multitud de almas que se estaban perdiendo en estas tierras paganas. Con gran habilidad se agenciaron fondos para levantar al año siguiente dos conventos, uno en la capital y el otro en Puebla, y así continuaron por distintos lugares del país, hasta que en 1605 pusieron la primera piedra para el que entonces se llamó Santo Desierto de Nuestra Señora de los Montes de Santa Fe.

Ese primer convento, con su templo adjunto, era de una gran modestia, con su techumbre de madera y pequeñas celdas. En el siglo XVIII "fané y descangallado" fue demolido y sustituido con la preciosidad cuyos restos, bien cuidados, todavía podemos admirar, al igual que los preciosos jardines.

Con motivo de su 400 aniversario, se están llevando a cabo una serie de actos que dan pretexto para visitarlo, ya que los fines de semana hay conciertos, conferencias y tres exposiciones que valen la pena: dos de fotografías, una de Luis Miguel Robles Gil, con el significativo titulo El desierto en el desierto, y otra que muestra imágenes antiguas en contraste con actuales, obra de Leonardo Díaz Romero. La tercera muestra rostros de Cristo pintados por el padre Julián Pablo, el creativo y talentoso prior del templo de Santo Domingo, que se encuentra en el corazón del Centro Histórico, que ha convertido dicho recinto en un receptáculo de arte, con las restauraciones y creaciones que ha llevado a cabo; entre otras, la más reciente: la de la capilla del Santísimo, con sus muros de oro, que hace unos meses describimos en estas páginas.

Otro encanto del lugar son sus múltiples opciones para saborear una rica comida. Dentro del convento hay un restaurante que, si el día está agradable, ofrece mesitas en un jardín rodeado del follaje de los añejos pinos. Los platillos se elaboran con ingredientes de la zona: setas o caracoles con perejil y ajo, crema de flor de calabaza y la trucha encapuchada, que se cocina envuelta en hojaldre sazonada con estragón, y como remate de lujo, un Monte Carmelo, que es un helado con merengue horneado.

En las afueras hay infinidad de fondas bien presentadas, que ofrecen versiones económicas de estos platos y muchos más, como conejo, pato, gusanos de maguey, chapulines y desde luego tlacoyos, sopes y quesadillas.

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