La Jornada Semanal,   domingo 29 de enero  de 2006        núm. 569

LA VIGENCIA DEL OVILLO

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
Augusto Isla,
Semillas en espera,
Instituto Mexiquense de Cultura,
México, 2005.

¿Es acaso necesario reunir lo que existe y existió primeramente como materia dispersa, como conjunto de piedras miliares en el camino de los años, como artículos sueltos publicados durante cierto lapso, aquí y allá, en revistas, diarios y otras formas incoadas de un proceso tal vez interminable, el de nuestro afán por desperdigarnos más de la cuenta? Confieso que es ésta una duda que, como asalto recurrente, siempre recorre mi lectura de libros formados de textos breves y previamente publicados. ¿No será, me digo, que obedecen a una necesidad narcisista de perpetuarse, de darle validez y volumen a una mera exigencia de justificar esa obra producida que para muchos investigadores significa perseverar en algún erario académico? Todo puede ser, contestaba al socaire el socarrón de Sancho siempre que en el Quijote se le ofrecía la ocasión de apurar una respuesta que él prefería eludir para no pasmarse. El caso es que la única manera de saber si esa ventajosa o lamentable reunión de lo disperso cubre sólo un expediente o satisface una indispensable visión de conjunto es leer la recopilación y ser testigo atento de la magia o el atentado, de que las partes cobren nueva vida en el todo que secretamente las aglutinaba o den al traste con él y confirmen su naturaleza perentoria. Es lo que hace el ojo, finalmente: seccionar para mirar, organizar para contemplar.

El carácter circunstancial de Semillas en espera, por lo menos, lo ha intuido el autor desde el título mismo del libro: apodarlo así es aguardar una poda cuyos frutos él mismo, el tiempo o los lectores se encargarán de dimensionar en algún futuro. Pero acaso sea un error de la mirada buscar esos "hilos conductores", a los que siempre se alude en estos casos, en la treintena de artículos que configura el libro. ¿No sería más plausible encontrar entre ellos, sin mayores pretensiones de unidad, alguno que valga la pena, sea éste de índole literaria, histórica, política, religiosa o pictórica —que de todos estos maderos está hecho el hogar del libro—, en vez de andar tras la armonía del conjunto, avistar la vigencia de algún hilo suelto antes que atarearse en la explicación de la madeja?

A pesar de ello, de cualquier manera, es inevitable la advertencia de ciertas reacciones concomitantes en este y en otros libros del autor (reconozco Resplandores del caos y su trabajo sobre Jorge Cuesta). Si algo irrita a Isla, por ejemplo, es la falsa ejemplaridad de ciertos personajes de la historia y del arte, el humo sagrado que, en su honor, se ha levantado para distraer la inefable pestilencia de su discurso. En el caso de hombres públicos (de Zabludovsky al papa Wojtila), el autor arremete contra prestigios consolidados por la ignorancia o lugares comunes avalados por la insensatez. Me parece que su ira —justificable, por otro lado— tiene más de visceralidad que de análisis o, en todo caso, se esmera por reprobar, iconoclasta enconado, martingalas que sólo en un diario parecen pertinentes, pues se refieren a una aberración precisa, coyuntural, de un ser que acaso no merezca la atención que le dedica, dado que Isla, poseedor de un estilo claro y lúcido, no alcanza sin embargo a rebasar a su personaje o a su propio estado de ánimo, como sí lo hacen —por mencionar a dos autores tan distintos entre sí— Sheridan con un funcionario de segunda o Monsiváis con Gloria Trevi. ¿O debería uno justificar la pérdida de tiempo de leer y escribir sobre un libro como La herencia, de Jorge G. Castañeda, con el argumento de que también hay que celebrar los textos que son "una incitación al olvido"? Yo me encuentro ahora escribiendo una reseña sobre uno que, si me pareciera material desechable, "espejo en el cual se ven los moribundos", como dice Isla del libro del ex funcionario (por ahora, mientras dure su defunción pública), no valdría ni mi esfuerzo ni el del desocupado lector de estas líneas, lo que hablaría de un olvido elevado a rango de memoria funesta. Me parece, más bien, que la atención sobre lo olvidable de un libro sólo debe servir para contrastar lo que de él vale la pena: si no fuera el caso, si se tratara de una obra despreciable en sí misma, el silencio y el tiempo se encargarán de devolverla al lugar del que nunca debió salir.

Isla asila en su libro, pues, artículos de diversa índole. Dependiendo del conocimiento del tema pero, sobre todo, de la indignación que le despierte el asunto o el personaje, el tono del texto se intensifica. Casi siempre ve oportunistas, "mercaderes de la palabra" en los alrededores. Sin embargo, cree en la amistad: su ensayo sobre Sergio Fernández, el mejor del libro, es un ejemplo de reconocimiento al maestro que lo enseñó a leer el Quijote y a apreciar la pintura renacentista. Se nota en él, además, un rasgo con el que casi no cuenta la crítica en nuestro país: la lealtad, la generosidad moral, el ánimo de quien discute, juzga, incluso apostrofa desde los numerosos valladares de sus propias lecturas, pero asume los costos de lo que dice y es consecuente con sus aversiones. A veces, eso sí, se mancha en el espejo: ve "gratuitos dardos envenenados" donde sólo se oye silbar su propia ojeriza. Y esto porque, lo dice Isla desde el principio, se trata de "la visión de un moralista, no en el sentido —así quisiera pensar— de alguien que predica valores podridos, sino de quien observa actitudes individuales o colectivas, reveladoras a mi ver de ambiciones, crueldades, intolerancias, miserias humanas; pero también de afanes, devociones, promesas".

No se trata, en suma, de un libro olvidable; sí de uno desigual que, con el tiempo, merecería (en una nueva recopilación del autor) la selección de sus ensayos de mayor envergadura, aquellos en que subraya la esperanza de escrivivir (la crasis es de Julián Ríos, ese admirable proxeneta verbal, ese olvidado amo del idioma) como un acto de salvación, meritoria propuesta personal que Augusto Isla eleva al rango de devoción por la escritura. Sus resultados no siempre la justifican, pero sí permiten suponer que no se trata de un sociólogo asendereado por las preces del prestigio o la deshonra de la notoriedad, sino de un ensayista oblicuo cuya ubicación dentro de la izquierda honesta y crítica, moderada y pensante, constituiría un punto de partida para leerlo mejor.