Usted está aquí: martes 31 de enero de 2006 Opinión Se va el tren

José Blanco

Se va el tren

Se va el tren del desarrollo del siglo XXI. Cerca del ocaso del XX empezó el transbordo. El viejo tren de vapor que parió la Revolución Industrial a principios del siglo XIX (vale decir, el perfil tecnológico que asomó la mollera con la Revolución Industrial), con sus muchas innovaciones, empezó a dar signos de agotamiento a fines de la década de los sesentas del siglo XX, y está a punto de detenerse exhausto. Naciones enteras comenzaron entonces el transbordo a partir de los setentas del pasado siglo, a un tren enteramente distinto, que vuela por vías diferentes, y que empieza a acelerar su paso; pronto su velocidad será vertiginosa. Se va el tren del siglo XXI, y muchos signos en México gritan que no podremos abordarlo y convertirnos en un país desarrollado, aunque otros apunten la posibilidad de darle alcance, aunque fuere en el cabús.

"Pareciera que es la última llamada para México", dijo en Davos Laura Tyson, jefa de asesores económicos en la administración del ex presidente Clinton y actual decana de la London Business School. Hemos visto, dijo, cómo China, India, Rusia, "con todos sus problemas", y Brasil, avanzan, y México da la impresión de estar conforme con ser "espectador".

Marc Tuotai, estratega de Natexis Banques Populaires, dijo con pleno conocimiento de causa: "el tren de la modernización está pasando ahora, y los mexicanos no quieren darse cuenta de que quizá no vuelva a parar en décadas. El costo de quedarse atrás puede ser muy alto, es la diferencia entre jugar en la primera división o no, de mejor calidad de vida para millones (de personas) o de profundizar los problemas sociales".

Esa verdad monda y lironda es sabida y sentida por muchos mexicanos, pero es la clase política en conjunto la que puede hacer algo o no hacer nada, como no lo ha hecho en los últimos al menos diez años.

De acuerdo con datos de la OCDE, el crecimiento de México en 1994-2004 fue de un paupérrimo 2.7 por ciento anual; la inflación ha estado bajo control disminuyendo gradualmente; los datos macroeconómicos, en una palabra, han cumplido con las exigencias internacionales de buen comportamiento. Los neoclásicos -sabihondos formuladores del nuevo liberalismo económico- debieran estar azorados y humillados: hemos ingerido sin chistar las pócimas que nos prescribieron, tenemos resultados macroeconómicos análogos a los de un país desarrollado..., pero a México se le va el tren del desarrollo. Los fundamentals en orden, necesarios, son evidentemente insuficientes para detonar el desarrollo. Conforme a la OCDE, el ingreso per cápita de México (medido por el poder de compra de una canasta de divisas construida por ese organismo) es de 10 mil 100 dólares, es decir, la tercera parte del promedio del G-7. En breve lapso Finlandia alcanzó este promedio. Debiéramos lograr en el más breve plazo al menos el PIB per cápita de Corea, que es el doble del nuestro.

Nuestro consumo de energía fue, en 2003, apenas 3 por ciento más alto que en 1993, mientras en el mismo lapso Corea aumentó 58 por ciento su consumo energético, Irlanda lo hizo en 47.6 por ciento; España, en 54; Portugal, 42 por ciento, etcétera. Un signo inequívoco de la parálisis del crecimiento de nuestro aparato productivo (cifras de la OCDE).

En Davos una mesa de debate fue dedicada a los problemas de Brasil y México. Los datos revisados mostraron que ambos países están viviendo una presión intensa de la competencia de China e India, aunque el problema es mayor para nuestro país. Ahí se dijo que ambas naciones deberían crecer al menos a una tasa de 4 a 5 por ciento anual, y se señaló que Brasil y México están en una senda de pérdida de competitividad internacional.

Quedó claro que México y Brasil no pueden competir con China e India con los aplastados salarios de estos países. Nuestra única ruta hacia la competitividad internacional es el aumento acelerado de la productividad en todo nuestro espacio social y económico.

De otra parte, nuestros países alcanzan unas de las cotas más altas del mundo en materia de desigualdad socioeconómica.

Tenemos que ir tras el crecimiento acelerado de la productividad. Y ésta se alcanza mediante infraestructura física y de comunicaciones modernas, educación y capacitación de alta calidad, más ciencia y tecnología aplicadas a nuevos productos y a nuevos procesos productivos. Si educación y capacitación se vierten vigorosamente, especialmente sobre las capas de niños y jóvenes pobres, irán alcanzándose simultáneamente metas necesarias en materia de productividad y de abatimiento de la desigualdad.

Pero esos objetivos educacionales sólo serán alcanzables si reconstruimos de la A a la Z el conjunto del aparato educativo y lo hacemos crecer sustantivamente. Para liberar estas fuerzas es preciso derribar muchos muros: el peor de todos se llama SNTE. Un acuerdo nacional por la igualdad, la productividad y el crecimiento, sólo puede hacerlo la clase política, gane quien gane, porque, de todos modos, el tren se va; se está yendo.

 
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