Usted está aquí: domingo 5 de febrero de 2006 Opinión Manuel González Hinojosa

Bernardo Bátiz Vázquez

Manuel González Hinojosa

Me enteré de la muerte de don Manuel González Hinojosa por una esquela publicada en la prensa, lamento haberlo dejado de ver y tratar; lo recuerdo con afecto y respeto. Quienes lo conocimos identificamos siempre su figura con la de un quijote, de edad indefinida, cuerpo delgado pero recio, mirada vivaz y palabra alerta para la polémica y la confrontación de ideas.

La imagen que tengo grabada de él es la de su paso por en medio del mar rojo de una turba violenta y vociferante en su contra, con su gabardina beige colgada del brazo izquierdo, como un escudo embrazado y el puño huesudo de su mano derecha apretado y listo para contestar alguna agresión directa. Era el escenario del cine Opera, nos acabábamos de quedar sin la candidatura de Pablo Emilio Madero y luego de varios intentos, 10 o más, para obtener la mayoría estatutaria establecida, González Hinojosa, jefe del partido, disolvió la convención y salió en medio de la mayoría de panistas de infantería, que proclamaban a su candidato y le reclamaban a su paso en diversos tonos; salió por el frente, en contra del consejo de algunos de sus partidarios muy prudentes, que le aconsejaban retirarse por un lado o francamente por atrás de la pantalla. Nada, Manuel, don Manuel, tuvo siempre valor personal a toda prueba y aun cuando le escoltamos un grupo de quienes no opinábamos como él, recuerdo entre ellos a Díaz de León, a mi hermano Jorge, a Chucho Héctor López Espinoza y otros, no dejó de haber peligro, pero pasó por las filas de sus contrarios en un acto de dignidad personal y entereza.

Había llegado de San Luis Potosí, en donde se opuso con ese mismo valor al sangriento cacicazgo de Gonzalo N. Santos; primero, los clientes de su despacho le retiraron sus negocios por presiones del poderoso y cínico personaje; los jueces no se atrevían a resolver en su favor los asuntos, y luego, como colofón, su librería de nombre simbólico, El Quijote, cerró por no sé qué violencias y acciones intimidatorias. Eran los tiempos de la triple opción del cacique: encierro, destierro o entierro, ingenio ramplón de quien alguna vez dijo que la moral es un árbol que da moras.

Manuel y su esposa, Anita, tan valiente como él, tenían una familia grande que había que sacar adelante, y corrían también riesgos los niños y las niñas. En México abrió despacho con ayuda de panistas amigos, Gómez Morín entre ellos, y pronto destacó como buen abogado y por hacerse cargo de asuntos que parecía imposible sacar adelante y que otros despachos de más polendas rechazaban.

Fue diputado en la cuadragésima séptima Legislatura y presidente de Acción Nacional en momentos muy difíciles para el partido. Viejo partido romántico, sin subsidios oficiales, sin apoyo de empresarios, de voluntarios patriotas, que pasaba entonces por momentos de graves carencias al interior y por la dura prueba nacional de 1968. Fue interlocutor y contraparte de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría, y actuó siempre con temeridad y convicción.

Ni negoció con el régimen ni disminuyó las exigencias del partido por democratizar al país desde abajo y por la justicia social.

Un recuerdo al amigo, un homenaje modesto a un buen jefe de Acción Nacional, que lo fue en los tiempos en que se arriesgaba todo y se daba todo sin derecho de picaporte, como lo tuvieron después panistas de los nuevos tiempos, sin sueldos, empleos o canonjías, pero a cambio con mucha firmeza en los ideales y convicción en los principios. Eran los tiempos en que a los panistas nos ofendía que nos dijeran que éramos de derecha.

 
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