La Jornada Semanal,   domingo 5 de febrero  de 2006        núm. 570

Y AHORA PASO A RETIRARME

Ana García Bergua

DE FICCIONES

Recientemente, algunos medios norteamericanos se han burlado de lo lindo de un escritor llamado James Frey, quien publicó en 2003 un bestseller supuestamente autobiográfico llamado A Million Little Pieces (algo así como "Un millón de cachitos") cuyo autor-protagonista vive una tremenda historia de adicciones y detenciones policíacas. El libro tuvo un éxito bárbaro. Sin embargo, hace unos meses se supo que el autor había embellecido muchísimo su biografía, empeorando los avatares de su vida para añadirle emociones fuertes y diciendo que había hecho cosas innombrables que en realidad no había hecho; entre otras, por ejemplo, no había sido detenido ni había estado en la cárcel durante meses por posesión de drogas, sino más bien un ratito por una falta de tránsito y en lo que llegaba su cuate a pagar la multa (para colmo, la policía lo trató bien). Eso, nada más, invalidaba un capítulo que empezaba di-ciendo: "La cárcel es terrible." El caso es que el hombre quedó como un mentiroso; en su defensa llegó a contar que él había presentado su texto como no-vela, en la tradición de los grandes no-velistas nor-teamericanos que cuentan su vida —un Miller, un Kerouac— y que fue la editorial la que decidió catalogar el libro dentro de la clasificación de non fiction, para asegurar que se vendiera.

Aparte de reírme con una parodia muy buena que salió en el New York Times (en ella, un supuesto autor de un bestseller autobiográfico confesaba que en realidad no era negro, ni mujer, pero que en el fondo se sentía como tales), lo que me llamó la atención de todo esto fue pensar que la realidad vende más, aunque sean mentiras disfrazadas de realidad. ¿Será un signo de la época? ¿Se vendería mejor Madame Bovary si se dijera que es la biografía de una señora de Tlacotalpan? Esta búsqueda de realidad que por fuerza transforma una trama en chisme para que a la gente le interese, es como un coletazo de los reality shows, del aburrimiento por la ficción y de esa moda de enterarse de la supuesta vida de la gente, que en el fondo es tan, pero tan moralista, y mucho más pobre y limitada. Una especie de circo que sirve para que los espectadores comprueben con alivio que no son como aquellos que se desgarran las carnes frente a ellos. No de balde, me parece, los reality shows y la no-ficción han llegado en tiempos tan conservadores.

En realidad, la ficción arriesga más y es más libre: nos permite, pienso yo, indagar con profundidad y astucia en el corazón humano sin tener que acudir a la Biblia, al psicoanalista o al código penal, y al final sí, nos ayuda a ver la realidad, de muchas otras maneras. Yo creo que la ficción es necesarísima, y además es mucho más interesante que la realidad. También es mucho más temeraria, por obvias razones, y siempre, en el fondo, está hablando del mundo. El escritor de bestseller tuvo que falsear su propia vida quizá mediocre para convertirla en una especie de escándalo edificante: ¿de verdad querrán eso los lectores, o el caso —tantito patético, habrá que decirlo— es una prueba de que, en última instancia, sin ficción no hay vida verdadera? Además es más valiente. A Chéjov no le daba miedo escribir de vidas mediocres, y sus obras son apasionantes, justo porque están más vivas.

La ficción es incluso curativa, aun en cosas nimias. Por ejemplo, el asunto del esprit de l’escalier o espíritu de la escalera, como le dicen los franceses. Es algo que pasa muy seguido. Uno que peca de torpe en el hablar, es lento para reaccionar o simplemente lo pillan desprevenido, y cuando alguien le dice algo un poco fuerte o desconcertante, no contesta como debería ser. Y entonces viene el fantasma de la escalera a rellenar la herida con un poco de ficción: le hubiera dicho, le hubiera contestado, lo hubiera puesto en su lugar así, y a lo largo de los días se van juntando en la cabeza respuestas y personifi-caciones, cada una mejor que la anterior y más interesante, gracias a las cuales uno se va transformando, de aquel personaje torpe y bal-buceante que no supo repeler el ataque, en espadachín ingenioso, dedo fulgurante, sátiro hiriente y, en ocasiones, en luchador avezado, pletórico de razonamientos indiscutibles. Qué tormento que no se puedan regresar los días para practicar las respuestas tan meditadas, qué tragedia que el adversario ya incluso olvidó el agravio y uno sigue ahí, rumiando como perro que se lame la herida: le hubiera dicho, le hubiera contestado, pero ¿qué consuelo habría, sin esta ficción?