La Jornada Semanal,   domingo 5 de febrero  de 2006        núm. 570
LA CASA SOSEGADA

Javier Sicilia

LA INVASIÓN Y LA PESTE

Novela histórica, La invasión (Alfaguara, 2005), la más reciente obra de Ignacio Solares, no es sólo el relato de la intervención norteamericana de 1847 —narrada por Abelardo, un hombre que, motivado por su esposa, relata desde el porfiriato los acontecimientos que en su juventud le tocó vivir—, es también, y ante todo, una novela sobre el mal. Semejante a La peste, de Albert Camus, la intervención norteamericana juega en La invasión el papel de su metáfora. Si para el francés, la peste que azota a la ciudad de Orán es una metáfora de lo que el propio Camus llamaba la irrupción de lo "arbitrario divino", es decir, del absurdo del mal metafísico, para Solares, ese período aciago de nuestra nación es el rostro metafórico de lo "arbitrario humano" —el absurdo del mal de los hombres. Una frase del propio Camus podría definirlo muy bien: "Conozco algo peor que el odio, el amor abstracto." Y es justamente ese amor a lo abstracto: llevar el progreso a los atrasados mexicanos, lo que en La invasión genera no sólo la pérdida de la mitad del territorio nacional, sino también los crímenes, la angustia, las cobardías, las delaciones, los actos vergonzosos, en suma, la muerte. El mal es así, en La invasión, lo abstracto que se materializa en horror. Frente a ese mal que, como en La peste, no es posible detener porque, al igual que los dioses son sordos, hay hombres a los que no puede persuadirse (explíquenle al gobierno de Andrew Jackson o al de George Bush que no podían ni pueden envilecer a los mexicanos o a los iraquíes), sólo queda combatir o morir. Por ello, frente al mal, los personajes de ambas novelas viven en el terror. Por ello también, frente a ese mal la lucha de aquellos que lo resisten —los hospitales que, semejantes a los que el doctor Rieux funda en La peste, el doctor Urruchúa improvisa en La invasión para intentar salvar a los heridos de ambos bandos; o la guerrilla del padre Jarauta o la dignidad narrativa de Rieux y de Abelardo —cuyo único trabajo por el hecho de existir niega la conquista del mal— sean apenas un gesto de dignidad, un breve destello de luz en medio de la inmensa oscuridad.

Pero si en Camus, que es un agnóstico, esos gestos son absurdos —los hombres están con-denados a luchar contra el mal sabiendo que al final la batalla siempre está perdida— y la única grandeza que les queda es saber que se defendió la vida contra el absurdo, en Solares, que es un creyente, esas pequeñas y aparentemente inútiles batallas son un atisbo a una esperanza de trascendencia.

Como cristiano, Solares sabe que el fracaso de la cruz es el anuncio de la resurrección, y que, en consecuencia, el fracaso de Urruchúa y de Jarauta, son de ese orden. Nada está perdido cuando la grandeza de la justicia se insinúa en los mejores hombres, es decir, en aquellos en los que la otredad se encarna en un gesto. Es aquí, donde Solares y Camus vuelven a encontrarse. Aunque las esperanzas de las batallas de sus personajes contra el mal sean de diferente orden, no lo es, quizá, su visión del arte. Para ambos la mirada que el propio arte hace sobre lo real es una oposición al mal. La lucha, como decía bien Camus, entre los conquistadores y los artistas es aparentemente de la misma estirpe. Ambos quieren dar al mundo su unidad. Pero mientras el conquistador al querer unificar desde la abstracción busca, como lo muestra La invasión, no la armonía de los contrarios, sino la totalidad que es el aplastamiento de las diferencias, el artista ilumina desde la dignidad. Si el conquistador de La invasión está de parte de la muerte, el artista está de parte de la vida. En este sentido, una y otra novela son testimonios de lo que se niega a morir en el hombre. En la primera, ese testimonio es el de la trascendencia que se insinúa en lo humano, una "instantánea y efímera rosa de un pequeño calidoscopio" donde el amor redime todo y siempre vuelve; en la segunda, es sólo el de la ética que hace posible que esta existencia continúe siendo. Ese testimonio afirma, contra lo irracional y las abstracciones de la historia, lo que sobrepasa a toda historia: la vida de los hombres, su hermosa y doliente vida, hecha de pequeñas cosas y de aparentes actos intrascendentes, frente a la descomunal presencia del mal.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez.