La Jornada Semanal,   domingo 5 de febrero  de 2006        núm. 570
 

Carlos Pineda

Torri, El Santo y las mujeres elefantas

A Tobele Toriz

La mujer es una fuerza de la naturaleza, como el viento o el relámpago
[...] necesarísima [...] acerquémonos temerosos a ella si no sabemos
la fórmula mágica que ata y orienta su incontrastable energía.
J. T.

Los afortunados que han leído la extensa obra de Julio Torri (quizá mayor en volumen que el corpus alfonsino), bien recordarán en cuál de sus volúmenes se encuentra un famoso cuento brevísimo en que el coahuilense se descubre "reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas". Para más adelante enunciar: "Sé del sortilegio de las mujeres reptiles —los labios fríos, los ojos zarcos— que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica. [...] Convulso, no recuerdo si de espanto o de atracción, he conocido un raro ejemplar de las mujeres tarántulas." Y finalmente: "Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. [...] Y tú, a quien de las acompasadas dichas del matrimonio ha metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, [...] cesa de mugir..." Gracias a este menudo texto de gozosa inspiración telúrica, se ha tachado a su autor (injustamente) de misógino (por las feministas de última hora) y de héroe Camacho (por hombres de toda condición y postura ideológica). Pero Julio Torri no fue ni lo uno ni lo otro, ni mucho menos aquello o lo de más allá. Así que dada esta desviación que malamente interpreta la obra torriana, es preciso poner las cosas en su justa dimensión, para así exonerar de tan absurdos cargos a nuestro autor.

Cuando uno tiene a bien sumergirse en la espesura de su prosa (que para otros es poesía, pero que más bien es las dos cosas o ninguna de ellas), y se coligen los contenidos de su discurso con los comentarios fidedignos de parientes, amantes y amigos, es evidente la proclividad del escritor por adorar a las mujeres, sobre todo a las felinas damiselas que tienen como pendón y escudo de armas los enseres domésticos de Videla. Y si lo anterior no es suficiente para evidenciar lo injusto y equívoco de los ataques al maestro por su supuesta misoginia, considérese el poema "A Circe" como prueba definitiva e irrefutable de la calidad cuasi deífica en que tenía Torri a la mujer.

En este texto, el buen Ulises, en lugar de amarrarse hasta con los dientes para que el canto de las sirenas no lo lleve a la perdición, se queda en la proa del barco esperando el canto para perderse en los placeres inauditos del amor prohibido... pero Circe jamás canta, y el héroe casi divino, se queda (como dice la sabiduría popular) chiflando en la loma, aunque esta vez sea a mitad del bauprés. Ahora bien, ¿qué anima a Torri a tor-cer de esta manera el mito clásico? En primer instancia, evidenciar, con la actitud rebelde de Circe con respecto a su papel histórico, su capacidad de autodeterminación y de poder frente al mito oficial escrito por un hombre; y por otro lado, mostrar con la actitud sumisa, perruna, del mítico héroe frente a la mujer que lo golpea con la bofetada de su silencio, la fragilidad del mito. Así, queda la mujer como dueña y domadora de ese pobre mortal que se reduce presa de sus apetitos sexuales frustrados.

Como hemos visto, la supuesta misoginia de Torri se desvanece en su misma fragilidad argumentativa. Así que cuando el académico de la lengua viste a la mujer con adjetivos como elefanta, asna etcétera, no lo hace para calificarlas burdamente, como lo quiere la lectura superficial, sino para evidenciar por "oposición especulativa" (figura retórica prácticamente olvidada, que hoy sólo la utilizan merolicos, curas de pueblo y políticos de toda laya) las maneras en las que el hombre se siente temeroso de la superioridad femenina y del poder infinito que ha ejercido la mujer en la historia.

Hora es de llamar a este tinglado al argento enmascarado. Hace algunos lustros se publicó en la editorial marginal Las Coristas de Lecumberri (que también publicara las memorias eróticas de Pepe Revueltas) la correspondencia entre Torri y El Santo. Si bien en primera instancia sorprende este hecho, no lo es tanto, si consideramos que ambos dos, a su manera, compartían un gusto muy particular por las mujeres. Sin embargo, mientras El Santo (panzón y un tanto menudo de estatura) era siempre flanqueado por rubias fosforescentes y trigueñas fogosas de buchanguera mirada, el sabio escritor (de aire aristocrático) prefería acompañarse por un metro cincuenta de oriundez, de profunda tez moreno cenizo, que encontraba, bicicleta de por medio, y con quien solía dar vueltas ciegas los domingos por cierta famosa alameda o donde fuera.

Es por este contraste de personalidades y gustos, que esta relación epistolar es de suma importancia para el cabal entendimiento del desarrollo de la literatura erótica mexicana de mediados del siglo pasado, ya que confronta a dos seductores, a dos estrategas del amor, con un sólo vicio: la fabulación.

He aquí algunas líneas de una de las cartas que don Julio recibió del gladiador del cuadrilatero:

Querido Julio, te agradezco me enviaras el último número de la excelente revista Los furores de Cloe, ciertamente las diosas que abitan (sic) ahí son un digno homenaje a la bellesa (sic) y ocazión (sic) para que la memoria traiga desde la infinitud del gozo a las damas que nos han acompañado en nuestras correrías callegeras (sic). A continuación te realto (sic) mi última experincia: (sic) un fabuloso menage a truag (sic) [debido a la intensidad de las imágenes relatadas se ha eliminado este pasaje. N. del a.]

Me despido, gozoso hermano, no sin antes no (sic) mandarte un abrazo boluptuoso (sic) de parte de Lucrecia y Tere.*

Quede hasta aquí esta fábula apologética, y sea pretexto para que filólogos, grafólogos, y locutores de la lucha, se sumerjan en las cartas de Torri al Santo y de éste a Torri, y de ambos a sus mujeres y de éstas al psiquiatra.

Sólo me queda recomendar al caro lector que visite, a una sola mano, la mítica pornoteca de Torri (si la encuentra, favor de avisar).

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* Los errores ortográficos no son atribuibles al autor de la carta, sino más bien al descuido de los transcriptores de la plaza de Santo Domingo. Por otro lado, quede en claro que las (sic) son de autoría desconocida. (N. del a.).