Usted está aquí: miércoles 8 de febrero de 2006 Opinión Laicidad y estabilidad social

Bernardo Barranco V.

Laicidad y estabilidad social

Algunas personas creen en un solo Dios, otras en varios, y algunas se declaran ateas y todos tienen que vivir en conjunto. Para poder convivir en libertad de conciencia e igualdad de derechos tiene que haber un pacto que garantice un marco de libertades; por ello el Estado laico, garantiza la igualdad de derechos y la incompatibilidad de la valoración que privilegie una religión sobre otra y del propio ateísmo. Ni privilegios ni control ni tutela. La laicidad del Estado mexicano es fruto histórico de un largo proceso de secularización, unas veces traumático y otras violento; mas dicho proceso hoy parece haberse relajado bajo el gobierno del cambio con actitudes y gestos provocadores, que lamentablemente no hacen sino incitar nuevas polarizaciones sociales.

Una de las grandes interrogantes de la alternancia foxista consistía en saber si el nuevo gobierno iba a respetar el carácter laico del Estado; las dudas se fundamentaban en el arribo al poder de corrientes conservadoras bajo el manto protector del nuevo gobierno foxista. Desde el gabinete hasta los cuadros medios, la nueva administración introdujo personajes abiertamente confesionales, algunos con franca actitud revanchista. Estas dudas se disiparon desde la misma toma de posesión, y a partir de 2001 Carlos María Abascal Carranza se distinguió como el personaje del foxismo que permanentemente desafiaba la cultura laica del gobierno. El propio Presidente también contribuyó con actitudes, gestos y expresiones, como el beso al anillo papal, que agitaron el carácter laico del Estado mexicano.

En días recientes las imprudencias de ambos personajes han provocando severas reacciones, alimentadas por la constante presión de la jerarquía católica para incidir en las políticas públicas y su afán, en aras de la libertad religiosa, de incursionar en la arena política durante los procesos electorales. Esta circunstancia cruzada ha provocado preocupación, alerta e inquietud en los sectores ilustrados y de la clase política de la sociedad mexicana.

Así, buen número de analistas han disertado abundantemente sobre el proceso de de-secularización del aparato gubernamental y se ha constatado el desencadenamiento de resentimientos anticlericales y neojacobinos que agitan innecesariamente nuestro entorno. Por ello, la expresión del secretario de Gobernación Abascal de que respeta a los fanáticos que critican su fanatismo no puede ser más elocuente, porque patenta las polarizaciones potenciales y la necesidad de repensar la laicidad.

Preferimos hablar de laicidad al recurrente "laicismo" tan enarbolado por añejas corrientes liberales y masónicas. En primer lugar, la laicidad es un principio histórico de separación entre las iglesias y el Estado, que define, jurídicamente, no sólo la clara diferenciación de poderes entre unas y otro, establecida en el artículo 130 de la Constitución, sino que determina que el Estado no necesita de la legitimidad religiosa ni divina para ejercer su soberanía como tampoco las Iglesias necesitan del apoyo gubernamental para poder desplegar su misión.

La legitimidad del Estado proviene de la voluntad de los ciudadanos por medio de diferentes formas de representación y de participación popular, como puede ser el voto. En pocas palabras, la laicidad no está contra las creencias, sino que se sitúa más allá de las creencias y es una forma de coexistencia civilizada que se sustenta en la tolerancia. La reivindicación de la laicidad del Estado no sólo responde a sectores seculares, sino a religiones e iglesias minoritarias que encuentran en éste una garantía de su propia libertad religiosa.

Hasta mediados del siglo XIX, en México se vivió una sociedad en la cual el catolicismo era autoridad tanto civil como religiosa, una especie de república católica que fue quebrantada por movimientos liberales. Laicidad y secularización marchan de la mano en la historia del país; la primera no se entiende sin la otra, efectivamente, como señala Ilián Semo: "Toda analogía histórica está condenada de antemano al fracaso. Pero si se compara, por ejemplo, el proceso de secularización en Francia con el de México, la diferencia central es evidente: la secularización en Francia es un fenómeno que se inicia en la sociedad y culmina en el Estado; en México sucede exactamente a la inversa" ("Jacobinos y clericales", Nexos, octubre, 2003).

Sin embargo, no debe soslayarse que en nuestro país se han desatado dos guerras civiles cruentas, provocadas, en parte, por la falta de un pacto o contrato basado en una cultura de la laicidad, por las excesivas ambiciones políticas del clero y las polarizaciones de sectores anticlericales y jacobinos. Hoy, en cambio, la laicidad ha posibilitado la convivencia duradera, evitando que se fracture la estabilidad por la injerencia política de las Iglesias y viceversa; el Estado debe proteger la autonomía e independencia de toda injerencia política que toda esfera de poder intente someter a sus fines cualquier estructura religiosa. El Estado se compromete a sostener un espacio cívico sustentado en una ética social incluyente.

Si la separación iglesias-Estado ha sido aceptada por el catolicismo, que supone el abandono de los sueños de cristiandad y de teocracia, en cambio existe un importante litigio, dado que la Iglesia ha resistido la "tentación laicista" que relega la fe al ámbito personal e individual, practicada en la vida privada e íntima, frente a un insospechado proceso de afirmación de la religión pública.

Más que debatir sobre las ocurrencias y giros religiosos de personajes que representan el más alto nivel del gobierno mexicano, debemos abrir un debate que vaya al fondo del carácter laico del Estado y evitar polarizaciones. Existe el riesgo de que se desencadenen, como reacción explicable, formas intolerantes de clericalismo y nuevos jacobinismos que tensionen el clima de acuerdos, reconocimientos de diversidad y tolerancia social. Sería lamentable regresar a viejas atmósferas de descalificaciones, acosos, supresiones, intolerancias, revanchas y cruzados.

Por ello no basta decir que se respeta a los fanáticos, señor secretario: hay que crear las condiciones para que fluya el estado moderno dialogante que nos garantice a todos nuestras libertades.

 
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