Usted está aquí: domingo 12 de febrero de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Soriano y el mar interminable

Ampliar la imagen Adiós en Bellas Artes Foto: José Carlo González

Me resulta difícil reconocer que de ahora en adelante sólo podré hablar de Juan Soriano y ya no con Juan Soriano. Evocaré su acento en vez de escucharlo y sólo me acercaré a la distancia que su muerte nos ha puesto de por medio. Juan Soriano ya no está con nosotros, pero eso no significa que haya dejado de existir: quedó en nuestra memoria y allí permanecerá rodeado por la melancolía que lo embargaba antes de encontrar la forma o la idea vagas que después, con la audacia del mago y la tenacidad del artesano, convertía en una creación única alimentada por el placer, el dolor, la experiencia diaria.

Al ver un cuadro o una escultura terminadas -me dijo Soriano- recuperaba una certeza fundamental: "Soy un artista, y siempre lo seré, aun cuando jamás llegue a producir una obra de arte. No sé de qué depende y nunca lo sabré. Es inútil tratar de entender los procesos de la creación: son irrepetibles y misteriosos. En eso radica su fascinación".

II

El amanecer de este viernes fue esplendoroso. Privilegio cada vez más raro, se veían el Ajusco y los volcanes, ligeras nubes tachonaban el cielo: la ciudad volvía a flotar en la región más transparente del aire. El espectáculo me recordó un óleo de Soriano: sobre un fondo azul llueven flores blancas que sugieren serenidad, quietud y silencio: sentimientos que a él le producía todo contacto con el arte.

Fue como si el valle de México quisiera disimular la ausencia del artista o correr un telón de cielo y volcanes sobre su muerte ahíta de vida. Juan la consumió con libertad, impulsado por su infatigable deseo de mirar. Sentir, apasionarse, desgastarse.

Durante toda la mañana estuve recordando nuestra última conversación para la radio. Habló de la muerte, del tiempo, de la belleza: "No soy de las personas que se levantan esperando ver una mañana hermosa. La viviré, y cuando pase no me quedaré lamentándolo. Esperaré que llegue otra mañana". El viernes 10 de febrero miró la última.

III

Veinticuatro horas después acudí a Bellas Artes para sumarme al último de los muchos homenajes que recibió Juan Soriano. Distribuidas en la explanada, varias de sus esculturas multiplicaban su belleza por efecto de los rayos del sol. De un cilindro salían las notas de fascinación mientras que en el palacio resonaban la voz del cello.

Dos enormes ramos de gladiolas y alcatraces se desparramaban frente a la cabecera del ataúd. Quieto, atrapado en su último destino, Juan Soriano conservaba su fisonomía de pájaro y algo de la sonrisa encantadora y temible que acompañaba sus reflexiones llenas de imaginación y de un sentido común que era, sobre todo, un ejercicio de crítica y autocrítica sin concesiones.

El silencio de Juan me recordó su voz. La escuché por primera vez hace 20 años, en 1986, cuando fui al hotel María Cristina para entrevistarlo. Regresaba de una de sus prolongadas estancias en Europa. Aquella mañana, gracias a María Estela Duarte, me había enterado de que el muralista mexicano Máximo Pacheco había terminado como pepenador en la colonia de los Doctores.

La noticia me impresionó y se la transmití a Juan Soriano. Al cabo de unos minutos recordó de quién se trataba y dijo algo que puede aplicarse a todas las personas y al momento actual de México: "Lo que le ha sucedido a Máximo es su responsabilidad. Lo es porque en su momento perdió la fuerza, se decepcionó, dejó de emitir señales a través del arte, ya no quiso comunicarse con los demás. Dejó de luchar y se hundió. Cuando un hombre o un país pierden la fe en sí mismos, en su inteligencia, entonces están perdidos".

IV

Después de aquella primera conversación tuve muchas otras, públicas y privadas, con Juan Soriano. Una mañana fui a verlo al taller donde estaba trabajando la escultura de una paloma inmensa. Subido en el andamio, con sombrero de palma y el overol cubierto de polvo parecía un albañil. Se le notaba contento, orgulloso de enfrentar los retos de una pieza monumental que ponían a prueba su capacidad de conservar la perspectiva y la proporción: "Mientras esculpo estoy cerca de la obra. En mi cabeza veo con mucha precisión la manera en que la figura va tomando forma; sin embargo, para comprobar que no estoy equivocado, hay momentos en que me alejo lo más posible para mirar a distancia".

Juan aplicaba ese mecanismo a la literatura: "Cuando un escritor quiere contar una historia en torno a un hecho real tiene que alejarse, poner de por medio un cierto lapso de tiempo para que en la anécdota se diluya y reaparezca en otra forma".

Aquella vez, cuando al fin bajó a saludarme, dijo: "Desde que empecé a trabajar en esta obra han venido a verme muchas personas, sobre todo mujeres: parece que están muy interesadas en ver mi palomita". Estalló en una carcajada maliciosa, infantil, que me hizo imaginarlo niño, cuando dibujaba oculto debajo de su cama, en su casa de Guadalajara.

En cuanto le hice la última pregunta me tendió la mano: "Debo seguir trabajando", dijo, y sin más regresó al andamio a seguir aplicando su método de artesano: "Raspo, quito, pongo, borro y, si lo creo necesario, vuelvo a empezar".

El apresuramiento con que regresó al andamio me recordó lo que me había comentado en una conversación previa: "El espacio que rodea al pintor es el vacío; el suyo es un momento sin tiempo o hecho de un tiempo que no es posible medir en el reloj".

En su opinión el arte reconcilia todas las formas. Es inteligencia que expresa la pasión, la imaginación y la cultura del artista. En él la poesía y la novela ocupaban un sitio importante. Entre sus relecturas predilectas estaban La Iliada, algunos pasajes de El Quijote, el Orlando de Ariosto y los poemas de sus amigos Xavier Villaurrutia y Octavio Paz.

Además de atento, Juan era un lector malicioso: desechaba toda obra que le produjera una reacción abrupta, violenta, incontrolable, porque consideraba que en los mecanismos de que el escritor se había valido para provocarle tal respuesta había algo falso, tramposo, y por lo mismo ajeno al arte. Más allá de la literatura, el idioma le interesaba como algo vivo y cambiante: "Imagínatelo como un árbol. Las raíces y el tronco permanecen casi inmutables, pero el follaje tiene que desprenderse para luego renacer fresco, el mismo pero distinto".

V

Avido de esa constante renovación, Juan utilizó todos los materiales y se sometió a todos los formatos con tal de expresar su mundo interior, inabarcable y complejo. Creía en el arte como en un acto de libertad; y la libertad como un terreno donde caben el criminal y el santo, el ignorante y el sabio.

Ante la presencia de la muerte todo resulta demasiado tarde. En el caso de mi amistad con Juan Soriano ya nunca podré ahondar en ciertos temas, formularle nuevas preguntas. Pedirle que me hable de sus amistades literarias o de sus preferencias musicales. Pero aún hay tiempo para decirle que entre todas sus obras hay una que me fascina: su vida. La concibo iluminada de azul -su color predilecto- y girando siempre entre el riesgo y la certeza, entre la imaginación y el sueño.

Una parte de Juan descansa en paz. La otra sigue alerta, viva, al acecho del momento en que, según decía él, "como que oyes, como que sientes, como que se te viene encima un eco, y entonces te llega la idea de un espacio que a lo mejor es azul, te viene una línea que quizás es una flor"; o bien buscándole respuestas a preguntas que lo intrigaban: "¿Cómo explicar el cosmos? ¿Dónde termina el mar, dónde acaba la tristeza, dónde empieza el amor y dónde principia el olvido?"

 
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