La Jornada Semanal,   domingo 12 de febrero  de 2006        núm. 571


Juan Domingo Argüelles

MARCO ANTONIO CAMPOS: VIERNES EN JERUSALÉN

Con Viernes en Jerusalén, Marco Antonio Campos (Ciudad de México, 1949) recibió y mereció (recordemos que recibir no es necesariamente merecer) el V Premio Casa de América de Poesía Americana, que se entrega en Madrid, España, y que antes habían obtenido poetas de Perú, Argentina, Colombia y Ecuador.

El libro ha sido publicado ya por Visor Libros en su colección Visor de Poesía (Madrid, 2005), y lo que comparte el poeta con el lector es un poemario pleno de madurez lírica y de intensidad expresiva, que es perfecta continuación de una obra de más de siete lustros y cinco títulos precedentes: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979) y Los adioses del forastero (1996).

En 1997, Marco Antonio Campos juntó todos estos libros en el volumen de su Poesía reunida (1970-1996), publicado por El Tucán de Virginia. En aquella ocasión escribió: "Entrego estas páginas. Quizá es lo más auténtico de mí, porque la poesía es a la vez ventana por la que se mira al mundo y ventana por la que se mira al corazón y al alma. La verdadera biografía de un poeta, o al menos la más honda, está en sus versos."

Dando continuidad a la escritura de esta biografía poética, Viernes en Jerusalén (número 594 de Visor de Poesía) contiene algo de lo más entrañable y lúcido de este poeta que no teme a la primera persona del singular porque el poema que es incapaz de nombrar lo que más desea comunicar y compartir con los lectores no tiene razón de ser escrito. Por ello, Marco Antonio Campos huye de las pirotecnias verbales y de todas esas oscuridades artificiosas y nebulosidades rebuscadas con las que muchos desean impresionar a los impresionables. Por el contrario, la poesía de Viernes en Jerusalén es límpida en su emoción y lúcida en su reflexión. Las páginas de este libro son una parte sustancial de la existencia, y así como se han vivido intensamente pueden ayudar a vivir intensamente a otros.

Los poemas de Los adioses del forastero (1988-1996) ya preludiaban las páginas de mayor hondura y gran aliento de Viernes en Jerusalén. Si pensamos en poemas como "Los poetas elegidos", "Mi casa hacia 1960", "Arles 1996-Mixcoac 1966", "La hermosa ciudad", "El forastero en Austria", "Hospital de la Concepción", "Responso por el Hotel Richelieu" y "México 1 y 2", correspondientes a Los adioses..., hay una especie de lectura correlativa del mundo en general (y del mundo íntimo del poeta) en ciertos poemas de Viernes en Jerusalén: en primer término, el que da título a este libro, y luego otros de no menor intensidad emotiva y reflexiva como "Avenida de los Pinos 8", "Mi casa quemada", "Perdonen la tristeza", "Verano en Arles", "Elegía de Filadelfia", "Día de verano en Montreal", "Parc Lafontaine" y "Acuña", entre otros.

El poeta nombra sus goces y nostalgias, hace un recuento de sus pertenencias más humanas y es capaz de mirar el pasado sin rencor pero también sin concesiones. El forastero, en sus largas caminatas sigue teniendo como referencia ineludible e imprescindible su país y sus calles, sus signos de identidad como marcas de amor y cicatrices de la memoria.

En esa hermosa microautobiografía que es "Parc Lafontaine", el poeta afirma: "El país es algo vivo, la patria hiede a discurso de político,/ a sangre en el campo de batalla y a efemérides de sangre/ Y yo he sentido el país, lo he amado más/ fuera de él, que viviéndolo dentro/ Pero por más que se mire, lo que llamamos México/ es un país muy triste, donde la gente, al menos antes,/ si yo mal no recuerdo, se la pasaba bien."

Dice también el poeta: "La infancia libre, las gentes que yo quise,/ Ríos y lagos, praderas y ciudades, me dicen el país,/ un país que si lo pienso, si lo lloro en lunes,/ si pajarean los arces, si mañana o no,/ me parece un país que se va haciendo pedazos."

Viernes en Jerusalén es un libro de absoluta madurez, con todos los elementos auténticos que definen la voz de un magnífico poeta, y en esa definición también está lo leído, no sólo lo vivido, o más bien, la prueba de que, cuando lo leído se integra a la experiencia más profunda, es también una forma de vivir. López Velarde, Neruda, Pessoa, Paz y otros más cuyos ecos resuenan y vibran en los versos y los poemas de Campos; ahí están como dioses tutelares, no como citas al paso; como atmósferas, imágenes y emociones que revitalizan la poesía y la dotan de su mejor sustancia y su mayor profundidad.