426 ° DOMINGO 19 DE FEBRERO DE 2006
 

Historias del narcomenudeo
La tragedia de un dealer

Alberto Nájar

Durante casi tres años se paseó con libertad, a pesar de tener en su cuenta al menos tres homicidios. Cercano a los policías que lo investigaban, Sergio Martínez Olguín pasó de ser traficante de una colonia defeña a sicario de cárteles michoacanos. Pero su aura protectora terminó la semana pasada en el estado de México, tras una balacera que costó la vida de su hija



Sobre la camilla, a punto entrar a la ambulancia, Sergio Martínez Olguín, El Checo, lloraba con desesperación.

Minutos antes había intentado escapar de un cerco de la Policía Ministerial del estado de México, que pretendía arrestarlo para cumplir una de las dos órdenes de aprehensión en su contra.

Lloraba El Checo mientras se apretaba el brazo izquierdo, donde recibió un balazo. Muy lejos esta imagen disminuida con la que ofreció unos días antes en Azcapotzalco, cuando con aire de suficiencia fue a surtir de cocaína las tienditas (puntos de venta de droga) que controla en la colonia Salvador Xochimanca.

Un negocio que mantuvo abierto incluso durante el tiempo que debió esconderse en Chihuahua, después de participar en la ejecución de dos personas en Atizapán de Zaragoza, según informes de la Procuraduría General de Justicia del estado de México (PGJEM), que lo ubican como sicario a las órdenes de narcotraficantes de Michoacán.

A pesar de esto, El Checo vivía tranquilamente con su familia en Cuautitlán Izcalli, e incluso el día de su captura, el martes 14 de febrero, había llevado a los hijos de su pareja a la escuela donde estudian.

Hasta allí lo siguió un grupo de policías ministeriales, pero el sicario emprendió la huida a bordo de su camioneta y sin importar que viajaba con su hija de tres años de edad, los enfrentó a balazos.

La niña murió en la refriega.

Casi tres años después de cometer su primer homicidio, El Checo fue encarcelado.

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Sergio Martínez Olguín, cuentan en su barrio, es dealer (traficante) por tradición familiar.

Su padre, Jorge Martínez, El Coin, tenía un expendio de cocaína y mariguana en la colonia Obrera Popular, también en Azcapotzalco, e incluso en 1989 fue encarcelado durante varios meses por transportar droga.

De carácter violento, eterna la pistola entre sus ropas, a El Coin le gustaba presumir de sus amigos policías, especialmente comandantes de la Procuraduría General de la República (PGR). De hecho fue gracias a esta influencia que en el año de 1994 consiguió encarcelar durante cuatro meses a Mario Manjarrez Rodríguez, quien lo golpeó por haber insultado a su madre.

El agravio nunca fue olvidado. Once años después, el 1 de octubre de 2003, su hijo Sergio ajustó las cuentas familiares al ejecutar a Mario con un tiro en la cabeza, según consta en la averiguación previa GAM-3T1/2383/03-10.

Después del homicidio, El Checo se refugió en su casa de Tepito, en Tenochtitlan 40, desde donde amplió su negocio de distribución de drogas.

Nunca se molestó en esconderse, y de hecho cada semana se daba una vuelta a la colonia Salvador Xochimanca, para visitar a su familia y colectar las ganancias de sus tienditas que administran desde entonces Enrique Pérez Guevara, El Pecas, Daniel Mayén Guerrero e Ismael Sánchez Arellano, El Cape.

Se veía tranquilo, cuentan sus vecinos, como si tuviera la certeza de que nadie iba a tocarlo. Y a juzgar por los hechos que siguieron al homicidio, parecía que un aura de protección policiaca acompañaba a El Checo:

Un mes después del incidente, la tía de Mario Manjarrez, Elvira Madrid Romero, y su esposo Jaime Montejo Bohórquez fueron salvajemente golpeados por policías del Grupo Tigre de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), que en esos días se dedicaba a combatir el narcomenudeo en la ciudad de México mediante operativos calificados como ilegales por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF).

Fue una agresión sospechosa: Montejo y Madrid son fundadores de Brigada Callejera de Atención a la Mujer, organización que trabaja con sexoservidoras de La Merced y que constantemente critica el trabajo de la SSP.

Además, durante la golpiza los policías amenazaron con ejecutar al hermano de Mario Manjarrez, Ricardo, quien también había sido agredido por El Checo. Los uniformados nunca recibieron sanción, y por ello Elvira Romero y Jaime Montejo decidieron presentar una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

A este incidente le siguieron otros, como el hecho de que la averiguación previa del homicidio permaneció extraviada durante 30 días, y la necropsia apareció un año y dos meses después del incidente.

Luego Ricardo Manjarrez, quien es agente de la Policía Judicial capitalina, fue amenazado de muerte por insistir en la captura de El Checo a quien, por esos días, se le involucró en otro asesinato.

La amenaza fue vertida por el comandante Sergio Atenco, encargado del caso, según consta en la averiguación previa FCH/COH-1T3/862/05-03 la cual, por cierto, está archivada. Contra este mismo policía existe otro expediente judicial por falsear datos en la investigación del homicidio.

Curiosamente el comandante Atenco ­quien fue relevado del caso­ junto con otros policías del área de homicidios de la procuraduría capitalina, son conocidos ­y hasta vecinos­ de la familia de El Checo.

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A mediados del año pasado Sergio Martínez Olguín desapareció del mapa. Intrigados, sus socios en las tienditas lo buscaron en tanto en Tepito, como en la colonia Obrero Popular y la delegación Alvaro Obregón, los sitios donde solía refugiarse.

Fue en vano.

Semanas después en el barrio de Salvador Xochimanca se supo que El Checo estaba en Chihuahua, y según sus colaboradores "anda metido en algo grueso", sin ofrecer más detalles.

Por esos días en la colonia Arboledas de Atizapán de Zaragoza aparecieron los cuerpos ejecutados de dos desconocidos, a quienes la PGJEM relacionó con el tráfico de droga. En las investigaciones surgió el nombre de Martínez Olguín, de quien en el estado de México sólo se le ubicaba como sicario de alguna organización en el estado de Michoacán.

El Checo había progresado ­no se sabe cómo lo consiguió­, y tal vez por eso a fines de 2005 se animó a volver a su colonia a bordo de una motocicleta. Desde entonces las visitas se hicieron frecuentes, a veces de madrugada y en otras ocasiones por las tardes; las citas con sus socios se efectuaban en la esquina de la avenida Biólogo Maximino Martínez y Cuitláhuac, frente a una tienda de abarrotes.

Nunca fue molestado, ni siquiera por los agentes judiciales que investigaban el homicidio de Mario Manjarrez y que fueron enterados de los paseos del dealer.

Nada extraño. "Es mucho dinero para la protección", presumían sus socios, "pero de todos modos es barato; por lana no hay problema"

Lo último que se supo en el barrio fue que El Checo vivía en Cuautitlán Izcalli, donde pretendía abrir una tiendita.

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El día que atraparon al asesino de su hijo, casi todo el espectro de sentimientos pasó por el estómago de Guadalupe Rodríguez Maqueda.

Primero fue alegría al saber de la captura, luego de casi tres años de tocar en las puertas de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) para impedir que se archivara el caso.

Luego apareció la tristeza, porque ni siquiera con este hecho podría recuperar completa a su familia. Y enseguida llegó la zozobra cuando a su hijo Ricardo le llegó la versión que, por falta de elementos, El Checo sería liberado.

Guadalupe Rodríguez tomó entonces las dos enormes bolsas donde guarda el expediente del homicidio ­a las que nunca pierde de vista­ y se fue en autobús colectivo hasta las oficinas de la PGJEM en Cuautitlán Izcalli, donde estaba encerrado Martínez Olguín.

Se quedó toda la noche, dispuesta a impedir que, otra vez, el aura policiaca que protege a El Checo actuara de nuevo.

Del espectro de sentimientos que le acompañó en la jornada faltó uno, el miedo, sensación que Guadalupe desterró el 1 de octubre de 2003.

"Mi vida ya no tiene sentido", repetía en cada entrevista, "pero la voy a dedicar a buscar la justicia para mi hijo".

Ya empezó a conseguirla. Las lágrimas de El Checo son el inicio.


Las drogas y la hipocresía


Los medios masivos insisten en el lado oscuro de las drogas, en la agresividad que algunas de ellas despiertan en el consumidor, pero desde siempre los seres humanos también han usado estas sustancias para ser conducidos a las puertas de la percepción.

Lorenzo Santa Coloma es un talentoso y guapo morelense de 28 años que estudió Filosofía y Letras en la UNAM y literatura en Chicago.

Hace mucho que no tiene el cuerpo absolutamente limpio de drogas (por años ha sido principalmente cocaína).

Desde chico ha estado rodeado de gente metida en la cultura ­escritores, pintores, músicos. Un mundo en el cual ­más allá del binomio facilón drogas-arte­ fluye con facilidad desde la mota hasta los poppers.

Le ha tocado, además, la época en la cual se queda cada vez más cocaína proveniente de Sudamérica en nuestro país. Lorenzo vio nacer, por poner un caso, la figura del repartidor de droga a la Domino's (en menos de 30 minutos lo tiene usted en su domicilio).

Más allá de la constante compañera de reventones, la coca, Lorenzo ha consumido un colorido abanico de sustancias (comenzó a la temprana edad de 13 años): mota, speed, poppers, pastas, peyote, ácidos y éxtasis. Cada una en su contexto.

La mariguana, por ejemplo, "para abrir la percepción, para ver películas, para conversar. Sirve mucho para analizar la sociedad y el mundo de la política". Sin embargo, acota, también "es una gran generadora de paranoia ­personal y política".

Y, eso sí, ninguna sustancia le ha servido para chambear. En alguna ocasión "mota para escribir, a veces me destapa, pero por lo general lo que sale no sirve".

Hace muchos años tuvo una mala experiencia. Tras una noche de coca terminó en el hospital, acompañado de una muy preocupada familia.

Pero no fue una sobredosis. Ahora se da cuenta de que se trató de un ataque de pánico, una leve taquicardia que lo hace a "uno pensar que se está muriendo". "La psique provoca que, sin darte cuenta, comiences a hiperventilar (...) sientes que el cuerpo se te duerme. Pero todo esto lo provoca uno mismo".

Más allá de aquella ocasión, la bronca mayor es la terrible cruda de la coca, que siempre es mejor pasar acompañado de "la comunidad de los descalabrados": "Encuentro que la coca, sobre todo la cruda, baña la realidad de negatividad, de negrura, pero es uno el que lo hace. Todo lo que sube baja".

Lorenzo, escritor de un libro de cuentos y colaborador en diversas revistas culturales, admite que con cada cruda de coca piensa en dejarla: "Por lo físico, sobre todo, y por el tiempo que me quita de vida, no de longevidad, sino para hacer cosas, para trabajar en lo mío, porque en las crudas cabronas nada se puede hacer".

El joven cree que el estatus ilegal de las drogas es una gran hipocresía. Lorenzo está a favor de la legalización de todas las drogas: "Es complicado, pero creo firmemente en que uno debería de poder hacer con su cuerpo lo que quisiera mientras no dañe a terceros. La hipocresía de la ilegalidad de las drogas se ve claramente en la cantidad infinita de fármacos legales, igual o peor de dañinos que las drogas ilegales".

(Tania Molina Ramírez)