Ojarasca 106  febrero 2006


 

Floriberto Díaz, pensador ayuuk

Uno que estaba en guardia




foto VIIFue en los portales del convento de El Carmen, en San Cristóbal de las Casas. Corría 1990. Un amigo me dijo ven, te voy a presentar alguien que tienes que conocer. Ya había oído hablar de ese alguien, inusualmente bien. Floriberto Díaz, el líder ayuuk (mixe) que no era jefe de nadie, el campesino que no quiso ser antropólogo, el orgulloso pensador que aceptaba humilde los castigos y reprimendas de los viejos de su pueblo y en vez de buscar la presidencia municipal, se puso a las órdenes de la gente y de las autoridades profundas de Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca.
 Era lo contrario del "indio profesional", pero se había hecho oír en foros de diversas partes del mundo. Los institucionales le tenían un respeto parecido al miedo. Cuando existe un Floriberto, los oportunistas y los vendidos quedan en evidencia. Cuántos gobernadores, funcionarios indigenistas, dirigentes partidarios y académicos habrián preferido que Floriberto hubiera callado más. Él estaba en guardia. No era para menos. En El Carmen se celebraba una de esas reuniones "con indígenas" que organizaba el gobierno salinista para mayor lustre del fenomenal negocio Mexico Inc. que tenía montado.

Floriberto no le creía a nadie. Y menos allí. El gobierno paseaba su carpa por el país promoviendo una bobada de reforma al artículo cuarto constitucional que "vendía" como el colmo del aliviane progresista. Por fin se reconocería que los indígenas existen y ¿qué creen?, son parte de la Nación. La pura tapadera de lo que harían Salinas y sus científicos: desmantelar el artículo 27 constitucional y abrir paso a la venta de los territorios indígenas y los ejidos.

Seis años años después, en ese mismo exconvento sancristobalense, el movimiento indígena nacional, aupado en el levantamiento zapatista, le plantaría la cara al último gobierno priísta, y no por un párrafo más o menos en la ley sino exigiendo toda una reforma constitucional, durante los diálogos de San Andrés. Lamentablemente, Floriberto ya no estaría allí.

Aquella mañana del 90 Floriberto no ocultaba su rechazo al montaje salinista. Su burla era aguda, irónica. "Vitriólica" según José del Val. Estaba allí porque era su cargo, según sus mayores: escuchar lo que se dice, dar la cara, y no tomar decisiones. Lo que él hacía no estaba muy de moda: servir al pueblo del Distrito Mixe precursor de la autonomía indígena; territorio no reducido por los sucesivos Estados antes y después de la conquista. La tierra de Condoy, El Que Nunca Se Rindió.

Andaba en sus treintas. Era flaco, fuerte, con el corazón "tocado" y por lo mismo doblemente fuerte. Aquella vez tuvimos la primera de muchas (y bien pocas) conversaciones que merecen, si algo lo merece, el nombre de amistad. Llevaba un poncho mixe sobre la ropa "occidental" del campesinado moderno. Y un sombrero ancho. De escucharlo un rato comprendí que Floriberto corría el riesgo más grande: el de pensar en libertad.

Escribía, hablaba, asesoraba, aguantaba vara. Aprendía sin reposo, y uno aprendía de verlo aprender. Para adentro modesto, sufría "crisis", dudaba. Para afuera orgulloso, indoblegable, y no por sí mismo sino por respeto al pueblo que representaba. Poco después lo visité en Tlahui. Ver a su compañera Sofía Robles trabajar con las mujeres de la comunidad fue mi siguiente asombro. Joven zapoteca por amor convertida en mixe, encarnaba ya la nueva generación de mujeres indígenas comprometidas con la transformación de sus pueblos.

Una mañana caminamos las montañas de la sierra, de las que él hablaba como si fueran alguien, para presentarme a su madre, que vivía en un ranchito en la pobreza más extrema pero lejos de la miseria. Comimos lo único que había: caldo de agua con sal y guías de calabaza, un poco de tortillas. "De aquí soy" dijo con orgullo y rabia.

Otra mañana me llevó a conocer a su maestro. Así lo llamaba. Un hombre mayor, carpintero, analfabeta, de una sencillez que metía vergüenza. "Éste es el hombre que más me ha enseñado", dijo Floriberto. Y me contó una anécdota que lo retrata, y explica su entera aventura existencial. Inquieto desde la adolescencia, Floriberto fue "informante" y guía de una etnóloga japonesa que estudiaba Tlahuitoltepec; al terminar la preparatoria se fue al df a estudiar antropología. Luego se abocó a su tesis profesional.

Fue a entrevistar a su maestro. Le explicó que debía presentar un examen ante un jurado, y que le dirigía la tesis un prestigiado investigador francés. Su maestro, aquel trabajador áspero y terrenal lo miró, y antes de responder el cuestionario del futuro profesionista preguntó: "¿Me estás diciendo que esas personas te van a examinar y calificar sobre lo que escribas de tu pueblo? ¿Ellos saben mejor que tú?" Ese día, la ENAH perdió un graduado, las bibliotecas un ladrillo de consulta. El pueblo mixe ganó un servidor inteligente.

Cuando se escriba la historia de los pueblos mexicanos del siglo XX, y se relaten los años de maduración y explosión del movimiento indígena que cambiaron el futuro de México a partir de los ochenta, Floriberto Díaz será reconocido como una de sus mejores cartas: intelectual orgánico de su gente, educador, fusible entre su México profundo y el México imaginario de los juzgados, congresos, seminarios y negociadores políticos.

Debió escribir más. (Debió vivir más.) Se adelantó a lo que hoy se ha generalizado en el mundo indígena: la idea de autodeterminación, derechos culturales y políticos, dignidad y razón. En sus años vitales Tlahui conoció un florecimiento extraordinario. Allí se creó el conservatorio musical indígena más importante de la historia. Por la calles, niños y jóvenes de la Mixe y otras sierras de Oaxaca cargaban partituras y tocaban trompetas y saxofones. En las escuelas se luchaba por escribir el mixe. Las mujeres formaban cooperativas de artes y oficios.

Después de décadas de engaños, explotación y olvido, los ayuuk habían decidido vivir en voz alta. Se gobernaban a pesar del gobierno y los partidos políticos. Participando en sucesivas organizaciones de derechos humanos y asesoría, siendo un tiempo responsable de los bienes comunales, Floriberto y sus colaboradores-alumnos-compañeros aprendieron a servir, y enseñaron a otros pueblos indígenas cómo servirse para todos.

Poseía una conciencia tremenda de la respiración. Del valor del aire. Eso lo dotó de un aura de luchador elemental. De niño padeció fiebre reumática, y siendo indio y pobre no tuvo a su alcance la penicilina necesaria, así que sobrevivió con lesiones cardiacas que lo llevarían a quirófanos y batallas a cielo abierto que siempre ganó.

Saludó con su instintivo escepticismo el levantamiento de los indígenas chiapanecos en 1994, y lo consideró un grito mayor de ese grito que él y tantos otros proferían por todo México desde 1975. Invitado por el EZLN como asesor de los diálogos de San Andrés, su corazón minado le impidió llegar a la cita. Sólo llegó su sombrero.

Nuestro último encuentro fue en una placita de Coyoacán, ya entrado 1994. Cuando muchos creían tener las respuestas, el seguía dando lata con preguntas inoportunas y provocaciones intelectuales que lo hacían tan admirable y temible. Quizás era un idealista, pero del lado duro. Incorruptible, antiindividualista por convicción y diciplina a la mixe, Floriberto Díaz fue un hombre libre, de personalidad poderosa. El concepto de "mandar obedeciendo" le resultaba familiar. Lo había ejercido al discutir con Guillermo Bonfil (el único antropólogo que, según él, había entendido a los pueblos indios en los términos de los propios pueblos) al mismo nivel que lo hizo con los labriegos de Tlahui y los consejos de ancianos de la sierra, para enfrentar a las autoridades gubernamentales de Oaxaca, los resabios del caciquismo mixe y la estupidez racista que se niega a reconocer los derechos y la grandeza de los pueblos originarios de México.
 
 

Hermann Bellinghausen

 
Versión abreviada de uno de los prólogos que acompañan los escritos de Floriberto Díaz, en un libro de próxima publicación.


Foto: Lourdes Grobet
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