Usted está aquí: domingo 26 de febrero de 2006 Opinión Bajo tierra

Rolando Cordera Campos

Bajo tierra

Temerosa, la sociedad apenas se atreve a observar a sus políticos, protegida por ventanas y cortinas electrónicas, y ahora parece dispuesta a mudarse bajo tierra mientras pasa el chaparrón de ignominia al que la ha sometido el sistema político, empezando por quien solía ser definido como el jefe del Estado. Empeñado en pasar cuanto antes al olvido, el presidente Fox provoca puerilmente al resto de sus congéneres, viola la ley que juró respetar y hacer respetar, miente cuando habla de lo esencial para el mexicano que es su seguridad y su salud, y se empeña en pasar a la historia, junto con sus colaboradores más cercanos, como los desconocidos de siempre.

Bajo tierra, la sociedad no encuentra el camino hacia su centro, como quería Verne, pero sí descubre a pocos metros la oscuridad del subsuelo y lo tenebroso de sus sótanos. Ahí, en la penumbra del bochorno provocado por el desatino de sus mandatarios, la ciudadanía que dio la vuelta a la tuerca del autoritarismo con una conducta cívica ejemplar desde 1988, atisba los peligros que se ciernen sobre su vida individual y comunitaria y, esperemos, se apresta a poner un hasta aquí a tanto despropósito.

Bajo tierra se observa la fragilidad de los cimientos que sostienen nuestros litigios, descontentos y egoísmos. No hay disposición creíble a hacer efectiva la autoridad que da el mandato democrático, y la legitimidad del poder constituido es minada todos los días no por los subversivos de ocasión o vaga vocación, sino por quienes han sido designados por la elección libre de los votantes para ejercer dicho poder.

Hacer mofa de la solemnidad de este poder, al desentenderse del cumplimiento de la ley o sacrificar el lenguaje mediante la burla soez o escatológica; convocar por interpósita y castellana personita a retomar la cruzada contra los infieles, hoy populistas, que llevó a la tierra de Cervantes a una cruel y destructiva guerra civil que desembocó en una dictadura feroz y regresiva; tratar de engañar a los mexicanos pobres con la promesa de unos seguros endebles, cuyas ofertas elementales no se concretan ni se concretarán por la debilidad e inconsistencia de la ruta elegida; esto y más, con lo que el gobierno ha querido ponerse esta semana los laureles para la ceremonia de su adiós, es la grotesca contraparte de lo que descubrimos en el subsuelo nacional ante la tragedia minera de Pasta de Conchos, en San Juan Sabinas.

Junto con el triste espectáculo ofrecido en el Senado por unos legisladores ávidos de cumplir con su misión y entregar para siempre el espacio radio electrónico nacional a las grandes empresas mediáticas, lo ocurrido en Coahuila nos informa con cruel contundencia de la debilidad ominosa del Estado, cuyas leyes, instituciones y organismos supuestamente articulan nuestra unidad como nación y nos representan y defienden ante el exterior y la amenaza criminal interna. En Pasta de Conchos se manifiesta flagrante la insuficiencia culposa de la autoridad laboral en materia de seguridad industrial, pero también emerge a la superficie la inaudita explotación del trabajo minero en México.

Bajo tierra, los salarios de quienes arriesgan a diario su vida están a ras del suelo y en su mayoría, o casi, quienes los ganan no gozan de las prestaciones mínimas en materia de seguridad social o protección de su puesto. Aquí no hay subsuelo, todo se hace a cielo abierto, en descampado, ante un Estado omiso que ve para otro lado aun cuando la muerte deja de pedir permiso y la mina estalla.

Sin protección básica, al mexicano se le desvanece la más primaria noción de patria y lo que le queda es el rencor o la resignación mal entendida, pero siempre bien administrada por los ministros del culto o por un Presidente que les manda por adelantado sus rezos fúnebres.

Sin gloria alguna pero con mucha pena, la sucesión presidencial se abre paso a través de espots, chascarrillos, procacidades y escándalos destructivos. Pero, igualmente, el subsuelo se abre paso y su rumor suena a rabia, indignación y desaliento; diáfano como los conmovedores relatos de los mineros sobrevivientes, firmes y claros en su ira como los de las esposas y madres de los que siguen bajo tierra.

La voz del subsuelo. Hay que escucharla, más allá de lo que manda la mercadotecnia. O de lo que dicen que dicen los mercados.

 
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