Usted está aquí: domingo 26 de febrero de 2006 Opinión Sueño profundo

Banana Yoshimoto

Sueño profundo

La escritora japonesa Banana Yoshimoto se ha convertido en una de las más prestigiosas autoras de la literatura contemporánea en su país, y a escala internacional su obra ha sido reconocida con diferentes galardones. A manera de adelanto, ofrecemos a los lectores de La Jornada el fragmento inicial de su nueva obra, Sueño profundo, que pondrá en circulación en breve Tusquets Editores. Se trata de una pieza magistral que evoca la figura de estilo, temática y atmósferas teñidas por el gran maestro Yasunari Kawabata

¿Desde cuándo me duermo así cada vez que estoy sola?

El sueño me invade como la pleamar. Y no puedo resistirme. Es un sueño profundo, sin límites; ni el timbre del teléfono ni el ruido de los coches que pasan por la calle llegan a mis oídos. No siento dolor ni soledad. El mundo del sueño es cuanto existe.

Unicamente me siento sola en el instante de despertar. Al alzar los ojos al cielo ligeramente nublado, comprendo que ha transcurrido mucho tiempo desde que me dormí. Y pienso, confusa: "No tenía ninguna intención de dormir, pero he perdido el día durmiendo". Inmersa en un remordimiento pesado muy cercano a la humillación, siento cómo, de repente, un escalofrío me recorre la espalda.

¿Cuándo empecé a abandonarme al sueño? ¿Cuándo dejé de resistirme a él?... ¿He estado alguna vez completamente despierta, llena de vigor y energía? De eso hace ya demasiado tiempo, me parece la prehistoria. No guardo de aquella época más que imágenes borrosas, como si pertenecieran a un pasado remoto, helechos y dinosaurios coloreados en tonos crudos y brillantes reflejándose en mis pupilas.

Por más que duerma, a él, a mi novio, no obstante, sí lo oigo cuando llama. El timbre de teléfono suena de un modo inconfundible cuando es él, el señor Iwanaga, quien llama. No sé por qué, pero es así. Distinguiéndose de los diversos sonidos procedentes del exterior, el timbre del teléfono resuena dentro de mi cabeza con un alegre repiqueteo, como si llevara los cascos puestos. Y cuando me incorporo y tomo el auricular, él pronuncia mi nombre con aquella voz suya, tan profunda que me sobrecoge:

-¿Terako?

-Sí -respondo yo, y él se ríe un poco de mi voz hueca, y me dice siempre:

-Debías de estar durmiendo otra vez, ¿no es así?

Normalmente, él utiliza un tono más informal, y a mí me encanta que de pronto me hable así, y cada vez que lo oigo siento que el mundo se cierra de golpe. Me quedo ciega, como si hubieran bajado una puerta metálica. Saboreo el eco de su voz como si fuera eterno.

-Dormía, sí -digo yo, dueña al fin de mi conciencia.

La última vez que llamó fue por la tarde, y llovía.

El rugido de la lluvia torrencial y el cielo plomizo envolvían las calles y yo, de súbito, sentí lo extremadamente preciosa que era aquella llamada, mi único vínculo con el mundo exterior.

Cuando la voz empezó a anunciar el lugar y la hora de la cita, experimenté fastidio. Olvídate de esto, lo que quiero que digas es mi adorado: "Debías de estar durmiendo otra vez, ¿no es así?" ¡Otra vez! Finjo patalear mientras tomo nota. "Sí, a tal hora. Sí, allí."

Si alguien me asegurara que lo nuestro es auténtico amor, sentiría un alivio tan grande que me postraría a sus pies. Y si no lo fuera, si se tratase de algo pasajero, yo desearía seguir durmiendo como ahora y no querría volver a oír jamás el timbre del teléfono. Querría que me dejaran sola inmediatamente.

Exhausta por esta inseguridad, me dispuse a recibir el verano: hacía un año y medio que nos conocíamos.

A veces, cuando estaba con él, veía el "fin de la noche". Era una escena que, sola, yo nunca había presenciado.

Pero jamás mientras lo hacíamos. Mientras lo hacíamos no se abría ninguna fisura entre nosotros, nuestras mentes nunca vagaban erráticas. El, mientras hace el amor, no dice una palabra: yo, bromeando, intentaba hacerle hablar, pero lo cierto es que me encantaba que permaneciese en silencio. No sé por qué, pero me daba la sensación de que, a través de él, dormía con la inmensidad de la noche. Cuando no hay palabras, me da la impresión de que a quien estoy abrazando es, más que a él, a su auténtico yo, sumergido en las profundidades. "¿Dormimos?" Hasta que nuestros cuerpos se separan, no pienso en nada. Me basta con cerrar los ojos y sentir su verdadero yo.

Sucede de madrugada.

No hay diferencia si estamos en un gran hotel o en una pensión de esas que hay detrás de las estaciones. De madrugada, tengo la sensación de oír el rumor de la lluvia y del viento, y me despierto de golpe.

Entonces siento unos deseos irreprimibles de mirar hacia fuera y abro la ventana. Un viento frío penetra en la habitación llena de aire caliente y se ve titilar las estrellas. O puede que empiece a lloviznar.

Me quedo mirando y cuando, de repente, dirijo la vista a un lado, veo que él, a quien suponía dormido, tiene los ojos muy abiertos. Y yo, no sé por qué, me quedo sin palabras y, muda, clavo la mirada en sus ojos. El está acostado, no alcanza a ver fuera, pero su mirada es tan clara y transparente como si en ella se reflejaran los sonidos y las imágenes del exterior.

-¿Qué tiempo hace? -me pregunta en un tono muy calmado.

"Llueve", o bien: "Hace viento", o bien: "El cielo está despejado y se ven las estrellas", le respondo yo.

Estoy tan sola que creo que voy a enloquecer. ¿Por qué me siento tan sola cuando estoy con él? Tal vez se deba a lo complejas que son las circunstancias en que los dos nos encontramos, o tal vez a que el único sentimiento que abrigo acerca de nuestra relación es que me gusta, o tal vez a que no tengo ninguna idea precisa sobre lo que quiero que hagamos.

Lo único que he tenido claro desde el principio es que este amor se sostiene en la soledad. Entre tinieblas desiertas que parecen brillar, yacemos los dos, mudos, sin lograr sustraernos al hechizo.

Esto es el "fin de la noche".

 
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