La Jornada Semanal,   domingo 26 de febrero  de 2006        núm. 573
 

Ecos de piedras rodantes

Roberto Garza Iturbide

En otros tiempos solía defender a la música rock con el ímpetu de un extremista. Ahora lo hago por placer. Mi primer alegato a su favor se dio a raíz de un genuino acto de rebeldía infantil: sucedió la mañana de un domingo de 1982, día de mi décimo cumpleaños, cuando decidí dar los buenos días a mi familia y vecinos con el disco Highway to Hell, de AC/DC.

Esa madrugada, mi hermano mayor había entrado a hurtadillas a la recámara para dejar el anhelado regalo sobre el buró. Recuerdo que lo examiné durante algunos minutos, dándole vueltas y releyendo los nombres de las rolas. Con mucho cuidado lo coloqué en el tocadiscos y subí el volumen al máximo; un instante después, las bocinas del Panasonic PLL retumbaban como nunca. El sonido era tan alto que los gritos histéricos de mi hermana pasaron inadvertidos ante la estridente voz de Bon Scott.

Al cabo de unos minutos, mientras simulaba un solo de guitarra con una raqueta de tenis, apareció mi padre como poseído por el demonio y apagó el aparato con severidad. "¡¿Estás loco?!... ¡¿Quién te dio permiso de usar el tocadiscos?!", tronó con la voz seca y rasposa de un fumador compulsivo recién levantado. Aún recuerdo la cara de asombro de mi viejo cuando le respondí que yo tenía el mismo derecho de escuchar mi música como él sus discos de Los Panchos. La afrenta me costó la prohibición temporal del uso del equipo de sonido, pero también fue el germen de una posición intelectual que marcó mis días de juventud.

Han pasado más de veinte años de aquella memorable, o mejor dicho, infernal mañana y todavía conservo el LP de AC/DC y, como reliquia familiar, el estereo Panasonic. Son en verdad muy pocos los objetos de mi infancia y juventud que resguardo con tanto celo —y en tan buenas condiciones— como mis acetatos y el viejo tocadiscos, ese insustituible reproductor de la banda sonora de mi vida.

ESTRUENDO DOMINICAL

El verano pasado me mudé a un condominio de los llamados tríplex, ésos de tres casas con una misma fachada y paredes compartidas. En una vive una cincuentona que tiene un próspero negocio de banquetes y que se divierte cantando en el karaoke con sus amigas divorciadas. La casa de en medio es la mía y la tercera estuvo felizmente deshabitada hasta hace unas semanas, cuando llegaron los Arvide, familia de cinco integrantes, incluido Mr. Crowley, el gato más gordo y feo que he visto, una especie de Garfield pero concebido por Bram Stoker.

La mañana siguiente al día que se mudaron, mientras me acomodaba en el sillón para leer el periódico, estuve a punto de tirar el café cuando de súbito me sorprendió la inconfundible guitarra de Jimmy Page a todo volumen. Se trataba de "The Song Remains The Same", la primera pieza del disco Houses of the Holly, de Led Zeppelin. Tere, mi esposa, se despertó con el estruendo y me pidió a gritos que le bajara. Pero esta vez la fuente del escándalo no era mi estéreo, sino el de la casa de los Arvide.

Cuando la sorpresa comenzaba a transformarse en júbilo, la sensual voz de Robert Plant se desvaneció lentamente y detrás de la pared apareció una imponente voz femenina: "¡Eugenio… no vives solo, hijo!… ¡No seas así, por favor!" Aunque a un volumen medio, apto para los delicados oídos maternos, el vecino se pasó toda la mañana del domingo escuchando música. Puro rock clásico.

Hacia las dos de la tarde, cuando finalmente Eugenio estuvo solo en casa, las ventanas se volvieron a cimbrar con el tremendo bajo de la rola "Wild Night", de Van Morrison. "¿Pues cuántos años tiene el hijo de los vecinos nuevos?", le pregunté a mi mujer. "No sé, yo lo vi bien chavito", respondió.

Poco después supe que Eugenio Arvide tiene diecisiete años y que cursa el último año de preparatoria. Como lo suponía, es un precoz conocedor, estudioso y fanático de la música rock. Debo admitir que antes de conocerlo pensaba que los roqueros de su edad no salían de Green Day y los White Stripes, que sus referentes más lejanos eran Nirvana y Metálica, que debían creer que el rock en español nació con Soda Stereo, y que Bono y compañía eran los padres del rock. Craso error. Eugenio es la excepción que rompe la regla.

MODERNO DEFENSOR DE CLÁSICOS

Unos días después nos topamos a la entrada de su casa. Tras presentarnos y estrechar las manos, le comenté que estoy realizando una investigación periodística sobre el consumo del rock y que por ello me interesaba platicar con él. "Cuando quieras", dijo este atípico joven de mirada avispada, cuya edad mental parece duplicar a la cronológica. Quedamos de vernos el sábado después de comer.

Como verán, Eugenio no se anda por las ramas: "A mí me late el rock clásico: Jimi Hendrix, los Rolling Stones, Grateful Dead, Led Zeppelin, The Who, Pink Floyd… uuuuy, sobre todo Floyd", dice con voz pausada mientras sus ojos repasan un listado interminable de carpetas con miles de canciones perfectamente catalogadas en la computadora.

A sus espaldas se erige un librero de siete pisos con una cuantiosa colección de discos compactos, complementada por cientos de vinilos acomodados en la parte inferior, imagen por demás anacrónica en la habitación de un chavo de su generación. En la pared, cerca del escritorio, destaca un cartel enmarcado de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, con David Bowie empuñando su guitarra bajo el letrero de la calle K. West.

Al ver que los acetatos llaman mi atención, se apresura a comentar: "Éstos me los regaló mi tío Charly, que era bien hippie, y muchos los he comprado yo", suelta con orgullo el melómano, al tiempo que se inclina para sacar la primera edición del disco The Velvet Underground & Nico, el de la memorable portada bananera firmada por Andy Warhol.

Eugenio maneja el vinilo con la habilidad de un diyéi ochentero, lo coloca en el tornamesa, deja caer la aguja en "I'm Waiting For The Man" y le sube al volumen con un suave movimiento de dedos. "Suena bien para ser de 1967, ¿no crees?" Unos segundos después, selecciona la misma pieza en su computadora, le da dobleclick y baja el volumen al tocadiscos. "¿Notas la diferencia?... me cae que estas rolas se deben escuchar en acetato."

Es fácil darse cuenta de que este disco, el primero en la discografía de Velvet Underground, tiene un valor especial para Eugenio: "Me lo trajo el tío Charly de Estados Unidos. Lo compró en una tienda de intercambio que se llama Princeton Record Exchange, que está en el mero centro de Princeton, Nueva Jersey."

Hace unos años, cuando Eugenio estudiaba el primer año de secundaria, su tío Charly se instaló una temporada en el departamento donde vivían. "Charly es un tipazo. Tiene miles de discos. A veces trabaja unos meses y luego se va de viaje. Dice que es un nómada de espíritu rocanrolero." El asunto es que el tío tuvo mucho que ver en la formación musical de Eugenio. Compartieron el mismo cuarto durante varios meses y, según dice, se pasaban días enteros escuchando música.

A diferencia de los chavos de su edad, Eugenio prefiere escuchar el rock de la vieja guardia en lugar de los grupos de reciente formación. "Hay bandas nuevas que sí me laten, ¡y mucho!, como Radiohead, The Shins o The Arcade Fire, pero la neta es que también se está haciendo muchísima basura, y lo peor es que las disqueras y los locutores de radio nos la quieren vender como si fuera una maravilla." Tras una breve pausa, remata el comentario con lujo de sarcasmo: "La payola es cosa del pasado."

Tal vez por eso Eugenio sintoniza las estaciones de rock clásico vía internet en lugar de la radio tradicional. "Nadie pone a Frank Zappa, Floyd, Dylan, Janis, King Crimson, Jethro Tull, Nick Cave o al Genesis de la época de Peter Gabriel… ¿Por qué?, ¿por la duración de las rolas o porque piensan que ya a nadie le interesa el buen rock?… No, no, no… la neta es que yo, igual que mis mejores cuates, procuro escuchar buena música. Y para eso tenemos internet y nuestros propios discos."

Tras repasar los títulos de su colección, noto que hay un extenso apartado de rock en español, en su mayoría producciones de los setenta y ochenta: "Casi no tengo rock mexicano actual, aunque sí lo escucho de vez en cuando y voy a dos que tres toquines. De lo más comercial, por ejemplo, creo que los tacubos son buenos, aunque ya chole con sus folclorismos… Molotov y La Barranca sí son chingones, para que veas; también Santa Sabina. Pero la neta es que todos esos grupitos de tecno pop que han proliferado son pura vacilada. Prefiero escuchar a Javier Bátiz, Tex Tex, Rockdrigo, Botellita de Jerez, al Charlie Montana, El Tri, Tequila, El Haragán… en fin, todos los clásicos."

Eugenio, como buen idealista, tiene muchos planes en el corto plazo. El primero: crear una estación de rock clásico en internet. "Hay millones de escuchas en todo el mundo, desde veteranos nostálgicos hasta chavos de doce años. Así que si quieren escuchar buen rock, apaguen el radio y conéctense a la red."

Como diría el más grande de los clásicos, los tiempos están cambiando.