La Jornada Semanal,   domingo 26 de febrero  de 2006        núm. 573

NMORALES MUÑOZ.

MANOS A LA OBRA

Corre el centenario de su natalicio y no habría que sorprenderse: Samuel Beckett, su espíritu, su obra y su figura, flotan en el aire. Se le evoca, se le homenajea y se le recuerda como lo que supo ser: misántropo universal, novelista señero y dramaturgo fundamental, renovador del lenguaje y opositor feroz a los dictados del naturalismo, a las convenciones de un teatro que, en su afán de construir un universo alterno a las leyes de la realidad, terminó imitándola, reproduciéndola, mimetizándose con ella en el peor de los sentidos. Catalogarlo como autor del absurdo parece limitado para valorar su legado, que no es otro que el habernos dado la posibilidad de trasladar a las leyes del escenario y de la representación teatral los bártulos más oscuros y miserables de nuestra condición humana. Ni más ni menos.

Tampoco habría que sorprenderse de que los referidos homenajes al autor irlandés se basen en su mayoría en una revisitación al modelo dramático, o mejor dicho anecdótico, de Esperando a Godot. Cincuenta y tres años después de su estreno en París a cargo de Roger Blin, Godot sigue representando fielmente la ansiedad de la espera (una enfermedad de este tiempo), la incertidumbre de un mañana como nunca nebuloso, la expectación por revulsivos para un status quo que no sólo ha dejado de ofrecer respuestas, sino cuya blanda inamovilidad da poco pie siquiera para formular preguntas. Son los payasos godotianos, verborréicos, desamparados, navegantes a la deriva, el reflejo más fiel de lo que nos toca vivir, de esa batalla contra el cumplimiento de nuestra condición trágica. Una batalla de antemano perdida, pero para la que el Premio Nobel 1969 nos reveló un arma (quizás simbólica, quizás pírrica, pero arma al fin): el lenguaje. Los personajes de Godot son lo que hablan y en tanto hablan; como nunca antes y acaso como nunca después, la relación entre lo que se dice y el acto mismo de decir refleja tan orgánicamente lo que hay en el fondo: la nada, el vacío en su acepción más pura. Beckett, entonces, nos enseñó que en la acumulación de esa palabrería sin sentido aparente está uno de nuestros actos instintivos más necesarios: nuestra oposición al silencio, aun cuando lo que digamos, vacuo y miserable aunque copioso, tenga al final de cuentas su mismo valor. Una batalla, ya se ha dicho, para la cual estamos condenados eternamente al fracaso. Por eso, también, es que Beckett nos sigue rondando: adelantó, poniéndolas en papel, lo que hoy son nuestras penurias inmediatas.

Manos a la obra es un espectáculo de improvisación que se presenta en el Teatro Bar El Vicio, y que se basa, previsiblemente, en el patrón anecdótico básico de Godot: tres hombres (acompañados por un músico ciego), en este caso trabajadores eventuales del área de la construcción (de esos que pululan en las inmediaciones de la Catedral Metropolitana), esperan a un cliente que nunca llega. La ansiedad y el tedio de la espera los compele a construir historias con cierta ayuda del público, jugando con estructuras previamente ensayadas pero que dependen en gran medida de la improvisación en el momento. Como también cabía esperarse, pronto las improvisaciones ganan autonomía y preponderancia en la atención del espectador, por lo que la alusión beckettiana se convierte en un mero pretexto para los sketches, y en una especie de hilo conductor entre las diversas historias a presentar.

José Luis Saldaña, Juan Carlos Medellín, Juan Carlos García (actores) y Yurief Nieves (músico), todos ya con una trayectoria considerable en las lides improvisatorias, son los encargados de dar cuerpo escénico al proyecto. Su desempeño es uniforme, volviéndose narradores ágiles de las historias relatadas y actores abiertos al estímulo del compañero, lo que hace que las improvisaciones rara vez tropiecen. No obstante, es Saldaña quien más parece soltarse durante el espectáculo, y por ende quien mejores pasajes de humor ofrece. Medellín ofrece pasajes de muy buena factura, sobre todo cuando consigue relajarse, y García, cuya corporalidad lo traiciona más de una vez, parece estar aún por descubrir su propio potencial. Al final, uno se divierte y disfruta, aun cuando se impone pensar que, con un pretexto tan poderoso, se pudo estructurar algo distinto. ¿Será eso, será que la improvisación ya (los) cansa, o será el signo de los tiempos?

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