Usted está aquí: jueves 2 de marzo de 2006 Opinión ¡Quietecito por favor! de Carlos Monsiváis

Margo Glantz

¡Quietecito por favor! de Carlos Monsiváis

Varios escritores han reflexionado sobre el significado de la fotografía, quizá alguna vez coinciden, una de esas coincidencias sería justamente la capacidad que una foto tiene para inmovilizar el tiempo. Y con todo, como dice Walter Benjamin, ''sólo en la imagen que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad, se deja fijar el pasado... pero puesto que es una imagen irrevocable, corre el riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella".

Y así sucede con las fotos de este libro publicado por Condumex: recrean un mundo infantil desaparecido. Un escenario delimita a las figuras, dispuestas de manera estratégica sobre un tablado, rodeadas, muchas veces telones de fondo que representan a la naturaleza, quizá para realzar un efecto de siempre de artefactos teatrales naturalidad que, de inmediato la imagen descalifica. Sesiones encaminadas a obtener una foto singular y fijar para siempre -¿para siempre?- una mirada y una posición logradas con paciencia infinita, con esa paciencia que se le atribuye a Job, como podía leerse en los anuncios de uno de esos viejos estudios de los años 40 cuya especialidad era retratar a los niños. Niños y niñas endomingados, tiesos, inmovilizados, los niños, cuya esencia misma es el movimiento, la conducta mimética durante el juego, actividad sustantiva de la infancia.

Las fotografías de estudio tan características de otros tiempos, ya obsoletas por el advenimiento de las cámaras portátiles y ahora de la fotografía digital, despoja al niño de su entorno característico y lo coloca en una situación patológica: la de la pose fotográfica y la de la indumentaria teatral. Los niños retratados no pueden jugar o a lo sumo estarían jugando a las estatuas de marfil. Quizá sólo los bebés puedan mantenerse más o menos quietos durante algún tiempo, cuando a los dos, tres o seis meses son colocados en equilibrio precario sobre una mesa cubierta con suntuosos tapetes orientales, como en las pinturas holandesas, o tirados sobre una colcha aleonada en actitud rolliza y reposada.

Monsiváis clasifica las fotos, las examina y organiza, descubre su sentido, las inserta en una historicidad y les da el espesor del que en principio todos los retratos carecen:

Desde las fotos, explica Monsiváis, acechan las dos entidades del conocimiento a primera vista: lo que se sabe y lo que no se quiere percibir o no se sabe que se sabe. Se quiera o no, cualquier confrontación rápida o lenta con fotos de niños, y de niños de épocas de las cuales no se tienen las claves, es una inmersión en los lugares comunes, los candores inclasificables, los terrores sacros.

Si las fotos de niños de otros tiempos convocan el lugar común que los uniformiza de inmediato; si los rostros, los trajes, las poses, la utilería anulan con su estilo fechado toda singularidad, ¿por qué son capaces de producir en quienes las contemplamos un estremecimiento que nos conecta con lo sagrado? Esa extrañeza, esa inquietud, ese estremecimiento de horror estaría ligado quizás a un narcisismo ambiguo, el de la contemplación de la propia imagen ya desaparecida, la imagen de la infancia que alguna vez todos tuvimos y vivimos:

Es inevitable, afirma el autor: se trae a la memoria la niñez personal con el afán de resarcimiento que conjunta las ilusiones perdidas, la alegría genealógica.., las mitologías íntimas y la pesadumbre nunca debidamente verbalizada. El enfrentamiento con la niñez , de la índole que sea, exalta la perdurabilidad de lo instantáneo y el repaso de las creencias más profundas. Si infancia es destino, las fotos de la infancia son premoniciones de la trayectoria que, al no cumplirse, por lo mismo fomenta la ilusión de la doble vida, la que se tiene y la que pudo darse si no...

Creo deducir de lo que dice Monsiváis, que las fotos de infancia que se coleccionan en el libro del que hablamos, son como documentos notariales; gracias a ellas, una familia testifica ante el mundo -su mezquino y frágil pequeño mundo provinciano, aunque urbano- su perdurabilidad y la prueba fehaciente de la continuidad de la especie, de la propia que es la que cuenta, la de esa misma familia que ha procreado a los niños de cuya existencia son prueba fehaciente las fotos que sin embargo nos hacen reflexionar y nos proyectan una imagen posible de nosotros mismos: ''El niño es el paréntesis entre el nacimiento y la edad adulta'', concluye Monsiváis.

 
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