Usted está aquí: jueves 2 de marzo de 2006 Política Pasta de Conchos

Adolfo Sánchez Rebolledo

Pasta de Conchos

La tragedia de Pasta de Conchos nos coloca frente a la historia cotidiana del capitalismo salvaje: leoninas explotaciones privadas de riquezas públicas, salarios minúsculos e indiferencia criminal hacia las condiciones de trabajo, contubernio estratégico entre el sindicato, los patrones y el gobierno para aumentar la productividad sin verdadera preocupación por la situación de los mineros, sus familias y la región donde laboran y padecen. Corrupción, impunidad. La explosión en la mina llevó a la muerte a 65 trabajadores, pero también hizo volar en pedazos la política laboral en curso; la hipocresía, si cabe la palabra, de los propietarios de las minas, siempre indiferentes a la salud y el bienestar de "sus" operarios; la miseria de un sindicalismo que ha perdido su primera razón de ser: defender el interés legal y profesional de los suyos; en fin, las lecciones negativas de esta tragedia no son fáciles de digerir.

La sociedad ha visto con sus propios ojos el dolor de los familiares, la angustia de comunidades teñidas de negro por el polvo letal del carbón y ha comprobado (sin ánimo de politizar nada, señor Presidente) que el gobierno no sabía qué hacer ni decir. Incapaces de dar a los familiares adoloridos respuestas claras en vez de mentiras piadosas que sólo alargaban la agonía, los funcionarios federales contribuyeron a crear la sensación de que protegían a la empresa, que otra vez se jugaba con el dolor de la gente para salvar la imagen de un grupo empresarial. La "nueva cultura laboral" se esfumó de la escena, dejando a la vista de todos la naturaleza inhumana de las actuales relaciones laborales. El propio Presidente de la República omitió presentarse ante las familias de los trabajadores que yacían en las galerías. Arguyó prudencia, pero tal actitud se entendió como temor a dar la cara a la tragedia intransferible de los padres, madres, esposas, hijos de los mineros enterrados; a la indignación explicable de las víctimas que miraban pasar las horas sin respuestas creíbles.

El propio sindicato se puso a la defensiva, consciente de que ha dejado de representar a la mayoría de quienes se hunden cada día en la boca de la mina y seguro, además, de que alguien querrá pagar las facturas con la cabeza del líder heredero. En definitiva, nadie se hace responsable, aunque no se trata de un mero "accidente" de los tantos que la historia registra, sino de un grave caso de incumplimiento de la ley y de voracidad empresarial. ¿Cómo es posible que los inspectores del trabajo no advirtieran sobre los riesgos poco antes de la explosión? ¿Cómo se explica que los técnicos de la empresa no pudieran valorar los efectos mortales del gas hasta que llegaron los técnicos estadunidenses y dijeron: "están muertos"? En fin.

No me atrevo a sacar conclusiones, pero resulta evidente que hace falta una revisión a fondo tanto de las leyes laborales como del modo de operar de las empresas de "punta" que hacen y deshacen a su antojo las condiciones de trabajo. Pero la reforma laboral no puede ser, como exigen las cámaras patronales, una formalización de la situación actual llevada a sus últimas consecuencias. La sobrexplotación del trabajo al modo antiguo es indeseable y, a la postre, incompatible con el desarrollo de una industria moderna y competitiva. La "flexibilización" pensada como ausencia de reglas en la empresa es inhumana. Es impensable en una cultura laboral más justa si se sigue pensando en los trabajadores como una mano de obra desdeñable, cuya vida no vale nada. Por muy importantes que fueran las indemnizaciones pagadas por accidentes, se olvida que más importante es la seguridad, la prevención. No hay indemnización que valga la vida de un trabajador.

Aunque no es correcto generalizar, lo cierto es que las empresas en México se han adaptado a convivir con la corrupción, con los líderes charros que en definitiva les sirven, y con funcionarios del trabajo que suelen mirar al otro lado cuando se les hacen ofertas irresistibles. Ellos son los "señores", los que dan y quitan el empleo. Los motores del sistema. El sujeto a través del cual se manifiesta la "mano invisible" que todo lo puede. Por eso, en el imaginario patronal está una reforma laboral donde ellos tengan todas las iniciativas para contratar, pagar y exigir del trabajador lo que a sus intereses convenga. Si no hay sindicato, mejor. Si se cancelan los contratos colectivos, excelente. Es la ley soñada del capitalismo salvaje. A ese sueño dicen oponerse los grandes sindicatos de matriz príista: corporativos, ajenos a la democracia interna y gobernados por una burocracia feudal, que muy lejos de representar la voluntad de sus agremiados la exprime en su propio beneficio. Ellos representan la primera línea contra cualquier sindicalismo verdadero que se tome la obligación de servir a los trabajadores. Sin embargo, unos y otros pesan poco ante la realidad de los contratos de protección que compran los inversionistas para no ser molestados con exigencias laborales que reduzcan sus beneficios inmediatos e incontrolados. El hecho comprobable es que aumenta el número de asalariados contratados fuera de los circuitos sindicales, cuyo peso sigue descendiendo en el volumen total de la fuerza de trabajo, mientras la economía se empantana sin crecer al ritmo necesario.

Pero a nadie parece importar demasiado esta realidad ominosa, aunque está en los estrados una iniciativa de reforma laboral promovida y secundada por la Unión Nacional de Trabajadores, que ayudaría a cambiar de fondo el marco jurídico en que se mueven hoy los asuntos del trabajo y a revitalizar los mecanismos de defensa de los trabajadores. Sin embargo, éste, por desgracia, no es un asunto prioritario en la agenda política más inmediata. Véanse las campañas actuales y compruébese la escasa importancia que tienen los temas laborales y sindicales. Aquí y allá se repiten las frases hechas, las proclamas sobre la competitividad y el empleo, pero ninguno se pregunta cómo y por qué hemos llegado a este punto. La izquierda se ha olvidado, entre otras tantas cosas, de la necesidad de promover el sindicalismo democrático, es decir, la representación legítima de los asalariados para la defensa de sus intereses sin mediación partidista de ningún tipo.

Mientras, fuera de las luminarias, al gobierno local tocará vigilar que se cumplan las promesas de la empresa y el gobierno federal. Ojalá y la sociedad y los medios no se olviden de Pasta de Conchos.

 
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