Usted está aquí: domingo 5 de marzo de 2006 Opinión Brokeback mountain, secreto en la montaña

Carlos Bonfil

Brokeback mountain, secreto en la montaña

Brokeback mountain, secreto en la montaña, cinta favorita para arrasar esta noche con los Oscares de la Academia hollywoodense, es ante todo un parteaguas en la representación de las minorías sexuales en Estados Unidos. Muy lejos de las versiones vanguardistas (Lonesome cowboys, de Andy Warhol) o soterradas (Butch Cassidy, Dos vaqueros errantes, Mi camino de sueños), de la relación homoerótica entre varones, la cinta del taiwanés Ang Lee presenta de modo explícito, y característicamente elegante, la pasión amorosa de dos hombres en un entorno rural y protestante que tajantemente les cancela toda posibilidad de realización sentimental. En el Wyoming de 1963 y en el de 1984, periodo que cubre la historia, y sin duda en el de la era Bush, la situación apenas parece haber cambiado. Hoy se predica, del Vaticano al midwest estadunidense, la abstinencia sexual para los jóvenes y la mística de la conversión de gays a la heterosexualidad, como maneras ejemplares e idóneas para alcanzar equilibrio moral y bienestar.

La película de Ang Lee, basada en un relato de Annie Proulx, demuestra justamente la falacia de una cruzada semejante. Brokeback mountain es una historia de amor, pero esencialmente es la crónica de una frustración irreparable. Los protagonistas, Ennis del Mar (Heath Ledger) y Jack Twist (Jake Gyllenhaal), son orillados a la desdicha por una sociedad a la que parece importarle poco que el matrimonio de gays con mujeres pueda a su vez propiciar la infelicidad de sus parejas. A propósito de esas conversiones "exitosas" que tanto promueven la Iglesia católica y la derecha política, un periodista ironiza en el New York Times: "Si un homosexual puede curarse y contraer matrimonio, ¿le daría usted la mano de su hija?" El hecho de que una cinta comercial ganadora de premios internacionales, promovida masivamente, tenga la capacidad de navegar a contracorriente de esta cerrazón conservadora, origen de climas de intolerancia, y pueda llegar a las pantallas de cine, a los televisores de países y sociedades donde persisten la discriminación y los crímenes de odio, el escarnio público y la cobardía moral, nos habla no sólo de una realización fílmica (atendible por sus cualidades y fallas artísticas), sino en primer término de un fenómeno social y de un acontecimiento. Esto explica, en parte, el impacto mediático de Brokeback mountain.

La representación visual. La fotografía del mexicano Rodrigo Prieto captura atinadamente atmósferas bucólicas que la evolución del género western y de la publicidad tabacalera han vuelto símbolos de la aventura, la libertad y el arrojo viril. En la película estos clichés remiten, en una instancia final, a todo lo contrario, a la frustración del encierro, a la desdicha conyugal, y a la ternura viril clandestina. El arrebato pasional de los protagonistas, besos a hurtadillas, cópula rápida lista para ser olvidada al día siguiente, y retomada de modo igualmente nervioso, una y otra vez, en la marginalidad a la vez gozosa y culpable, sólo puede tener como expresión complementaria el escrutinio de sus propias miradas huidizas o concentradas, el presentimiento de lo efímero y de lo condenado al fracaso; el duelo sentimental anticipado como ingrediente de excitación amorosa. Pretender que los protagonistas podrían haber mostrado pasión más explícita o más convincente equivale a negar la sobriedad y delicadeza que son los elementos estilísticos más notables en el cine de Ang Lee, y en general en lo mejor del cine asiático contemporáneo, como en esa otra historia de frustración amorosa, Deseando amar (In the mood for love), de Wong Kar Wai. Que en Brokeback mountain estén frente a la cámara actores anglosajones profesionales y comprometidos, y detrás de la misma, extranjeros aportando una sensibilidad artística camaleónica e inteligente, sólo puede ser una buena noticia para la revitalización de Hollywood y de sus géneros cinematográficos. Ang Lee es uno de los directores que mejor han contribuido a derribar la barrera inoperante entre cine de autor y cine de mayorías, cine de arte y cine comercial. Recuérdese El tigre y el dragón, y también El banquete de bodas, la elegancia estilística irrumpiendo en el cine de acción, y la capacidad de registrar las voces de un Estados Unidos multirracial, abierto muy a pesar de sus dirigentes republicanos a la diversidad y a la tolerancia.

El arrojo artístico de Ang Lee, y de los guionistas Larry McMurtry y Diana Hosanna, empequeñece a una multitud de profesionales de cine atrapados en certidumbres temáticas muy estériles y en propuestas rutinarias sin impacto social digno del menor registro. La cinta habrá de sufrir, naturalmente, el lastre de lugares comunes destinados a minimizar su importancia (película de vaqueros gays, repertorio de clichés visuales, melodrama viril sin sustancia, trama desordenada sobre sentimientos de índole parecida), sin atender así a algunas de sus preocupaciones centrales: la denuncia de la homofobia y sus saldos nefastos, la hipocresía de la moral fundamentalista, y la reivindicación plástica y moral de una expresión amorosa.

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