Usted está aquí: lunes 6 de marzo de 2006 Opinión El ala oscura

Hermann Bellinghausen

El ala oscura

La nueva serie de fotos y videos me la quiso mandar Voltaire por Estafeta. Preferí citarnos en el DF y encontrarnos en algún bar de hotel del Centro, de los que le gustan a Voltaire por aquello del estilo.

Las revelaciones iban tejiendo una trama horrorosa. Necesitaba platicar con alguien antes de seguir adelante, de decidir si lo hacía, y tuve la absurda ocurrencia de hacerlo, of all people, con Voltaire, en vez de alguien menos involucrado, como los cuates, o un analista que pudiera conseguirme.

Del aeropuerto al bar me fui en taxi. Por una vez en la vida llegué antes a la cita y me tocó el turno de esperar. Era temprano, apenas abrían el local. Después de desayunar una cerveza, dos tequilas y una charolita de cacahuates enchilados con limón, vi a Voltaire cruzar la puerta giratoria del penumbroso bar. Saludó familiarmente al cantinero y caminó directo al rincón donde me encontraba. Para mi sorpresa, venía vestida de hombre.

-¿Y ora tú? - le dije casi riendo.

Se sentó casi al tiempo que el rápido barman le servía con diligencia su primer gin and tonic.

-Gracias Juan -dijo Voltaire con una familiaridad que indicaba que Juan la conocía así, a la garçon. Tal vez era uno de sus disfraces más socorridos, y sólo a mí no me había tocado todavía.

El pelo negro, corto sin exagerar, algo puntiagudo, le sentaba bien. Una ligerísima línea de rímel le dramatizaba los ojos. Drama es la palabra. En la vida real, Voltaire es performancera, en ocasiones actriz, y fue luego de un montaje sobre las muertas de Juárez que se ofreció para esta investigación. Ya en el pasado habíamos trabajado juntos, pero en cosas más simples. El caso la acercó a la fotografía, no porque no la hiciera, todos los performanceros que conozco le dan a la foto, sino porque ahora iba en serio. Su investigación no era escenificable, ni parodiable, ni interpretable.

Pruebas criminales. Y gordas. Lo de menos eran las huellas constantes del narcotráfico. Qué tal el hilo conductor de responsables e implicados, que ni en una novela de James Elroy hubiera resultado tan cruda y abarcadora. Los hechos aislados, terribles en sí, habían devorado toneladas de tinta en la prensa de todos los colores, y bastantes horas al aire de los noticiarios estelares.

Pero puestos juntos, y descubriendo cuán interconectados estaban -cosa que no sabían ni querían saber los diarios ni los noticiarios-, sólo quedaba pensar que, o el país se encontraba en peligro en manos de esa gentuza, o los días de todos ellos estaban contados. Parecía difícil lo segundo; hasta habían abortado las incipientes investigaciones del Departamento de Estado en Washington.

Encendió su laptop y abrió los archivos.

-Aquí te traigo los cidís ya copiados -señaló con un golpecito la bolsa lateral de la valija de su computadora, antes de proseguir.

-Fueron tomadas en una maquiladora de Quintana Roo, cerca de Cancún. Desgraciadamente no son recientes, el lugar ya lo desmontaron. De seguro tu amigo Palacios...

-¿Mi amigo? -protesté.

-... le avisó a la gente del gobernador saliente que se le habían perdido varios cidís con el material en cuestión, y eso, más los otros escándalos que se cernían sobre el gobierno estatal los hicieron borrar las huellas, despedir a las empleadas y volar del edificio con todo y chivas.

-¿Existen testimonios?

-Hasta donde sé, no. Las empleadas que se han podido localizar no saben nada. Nunca notaron que hubiera un ala oscura atrás de la planta. Tampoco se ha podido demostrar que alguna de ellas hubiese sido "usada". Sus quejas son siempre sobre las condiciones en que trabajaban y la manera en que las echaron. Es probable que las de las fotos las trajeron de otra parte. Sospecho que las más chiquitas venían de Honduras y El Salvador.

Desviando la mirada de la pantalla, dije:

-¿Necesito verlas?

-¿Tú qué crees? -dijo con media mueca a manera de sonrisa, supongo que irónica.

-Prefiero que me las cuentes.

Se hizo un silencio. A Voltaire se le humedecieron los ojos. Mala cosa para el rímel.

-Necesito hablar con alguien -agregué.

-También yo -dijo ella, metiéndose el gin and tonic como si fuera la última coca en el desierto. Ya venía Juan con el repuesto.

 
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