La Jornada Semanal,   domingo 12 de marzo  de 2006        núm. 575
A LÁPIZ
Enrique López Aguilar
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"CUANDO EL ESTANQUE ERA EL MAR"

Al repasar la biblioteca y la discoteca personales o al emprender un recuento de los libros que, hace tiempo leídos, ya no son parte de las asiduidades de hoy, uno se pregunta cómo es que ciertos autores llegaron a construir los repertorios fundacionales para la percepción de la cultura, aunque ahora sean amistosos recuerdos de un pasado irrepetible, como las novias de antaño, los lugares que (eso siempre se sabe íntimamente) ya no volverán a ser visitados nunca más y las golosinas alejadas para siempre de las expectativas gastronómicas de hogaño. Y también pasa al revés: muchas obras desdeñadas o incomprendidas en el principio ahora resultan esenciales, parte de un equipaje para esa ruta de vida que, desde la perspectiva de hoy, parece transitarse con mayor conciencia.

La manera como se adquiere el gusto estético parece construirse desde un proceso muy semejante al desarrollado alrededor de la comida. En la infancia prevalece la inclinación por los sabores simples, dulces y poco matizados; los más poderosos y de carácter fuerte suelen ser excluidos por los niños, quienes no gustan de pescados y mariscos con acentos muy yodatados (como los que se hallan en un buen plato de mejillones en salsa de vino blanco), ni de quesos como el roquefort, ni de salsas como la burguiñón, ni de la combinación de sabores agridulces como aquellos donde una carne se puede acompañar con chootneys, salsas de castaña o papas a la provenzal o ser, simplemente, tártara. Por el contrario, las preferencias infantiles suelen inclinarse hacia cosas como el queso fresco, jamones y pollos cocidos, atunes enlatados y aquellos sabores básicos dispuestos en las luego detestables papillas.

De aceptarse que el origen de la lectura y la audición musicales pudiera remontarse a los mal llamados cuentos "de hadas" y a ciertas obras escritas por autores especializados en producir obras infantiles, todo lo cual se queda en la prehistoria formativa de muchos lectores (excluyo de estas consideraciones obras como Corazón. Diario de un niño, de Edmundo D’Amicis, y Alicia en el país de las maravillas, de Carroll), aceptando que en un principio no menos prehistórico estuvieran Cri Crí y rondas infantiles como "Doña Blanca" y "La víbora de la mar", ¿qué es lo que sigue después? Antes de cualquier cosa, lo idóneo es que existan a la mano una biblioteca y una discoteca familiares relativamente bien surtidas, que en la familia no sean una rareza los hábitos de leer y escuchar música, y que los padres o los hermanos mayores tengan la gentileza de orientar las curiosidades infantiles, como Ariadnas conduciendo a Teseo dentro del laberinto.

Los gustos, repertorios y estrategias cambian con el paso del tiempo. Durante mi infancia no hubo Harry Potters ni toda esa cultura infantil hoy tan en boga, sino pesquisas azarosas a veces guiadas, a veces censuradas por mis padres: no pude acercarme a Los Pardaillan, de Zévaco, por "inmoral", pero pude leer El asno de oro, de Apuleyo, de manera casi contrabandista, y los cuentos de Poe y Hoffmann; la poesía era una ocurrencia insólita que a veces llegaba mediante las palabras de Bécquer y casi nadie más. Casi toda la obra de Verne y Salgari (en esas ediciones amarillas, hoy inasequibles, de la Editorial Tor) convivió con mi descubrimiento de Las alegres comadres de Windsor, de Nicolai, en versión de la Orquesta Filarmónica de Londres, a quien siguieron Johann Strauss, Chaikovski (sus previsibles suites de ballet) y música miscelánea para piano, antes de que Beethoven irrumpiera en el camino para abrirme las puertas hacia jardines donde estaban Mozart, Wagner y otros compositores insospechados en esa época; y aunque no parecían ser parte de mis inclinaciones, tampoco pude evitar la audición radiofónica de la música de Los Beatles, los Rolling y mucho del rock sesentero.

Es inevitable que los verdaderos lectores y auditores se exilien de los circuitos comerciales para reconocerse y compartir sus experiencias. En ellas, además de las diferencias y semejanzas en el proceso formativo, suele haber una coincidencia con Serrat, quien en "Barquito de papel" señala con nostalgia las fantasías y aventuras que hoy son materia del pasado: así como el gourmant adulto supone imposible regresar a las chatarras que fueron manjares infantiles, el lector sabe lo difícil que es volver a varios autores y obras inaugurales cuyo destino era, como el del Virgilio dantesco, detenerse ante las puertas del Paraíso antes de la aparición de Beatrice.