La Jornada Semanal,   domingo 12 de marzo  de 2006        núm. 575

C U E N T O

ÚNICO EN SU GÉNERO

LEO MENDOZA

Ray Bradbury,
El signo del gato,
Ediciones Minotauro,
Barcelona, España, 2005.

Ray Bradbury tuvo la mala fortuna de publicar una obra maestra a los treinta años de edad y luego otra a los treinta y tres. En todo caso, lo cierto es que después de la aparición de Crónicas marcianas en 1950 y de Farenheit 451 en 1953, aun cuando continuó siendo un reconocido maestro de la ciencia ficción, quizá los lectores dejaron de interesarse por él y lo encasillaron como un autor de género. Algo muy discutible por cierto.

Curiosamente, el grueso de la obra bradburiana fue publicado después de aquellos dos títulos y en ésta hay de todo y para todos los gustos. En volúmenes más recientes como El zen y el arte de escribir el autor analiza las formas en que se ha enfrentado sin cansancio a la escritura, y en Sombras verdes, ballena blanca recuerda con humor y fantasía su estancia en Irlanda, al lado de John Huston, donde se instaló para escribir el guión de Moby Dick. A todo eso hay que agregar libros de ficción, de corte policíaco algunos, otros de ciencia ficción y aun algunos donde la autobiografía y la imaginación se mezclan (por cierto hay uno titulado Las momias de Guanajuato, que llama poderosamente la atención).

Pero quizá la mayor virtud de Bradbury es ser un maestro del cuento, del relato corto, en el mejor sentido de la palabra. Sus textos, apretados, casi siempre siguen el recorrido clásico establecido por los maestros del género. Por ello quizá, quienes aún son sus fieles lectores saben que cada nuevo volumen de sus textos es una puerta abierta a la sorpresa.

Eso ocurre con El signo del gato, una colección de sus relatos editada por Minotauro, que recoge textos desde los años cuando Bradbury fatigaba a los magazines del género hasta cuentos escritos a sus ochenta y cinco años, cuando todavía seguía activo y sin perder una pizca de sus atributos.

Uno de estos textos, que Bradbury pensó, imaginó y trabajo por espacio de casi cincuenta años, nos lo pinta de cuerpo entero. Se titula "El completista" y cuenta la historia de un bibliómano que se pavonea en un crucero y que, sin embargo, esconde una tragedia que sólo al final de las escasas cinco páginas del texto se revela.

Otros cuentos del libro son ejemplos muy claros de la forma de trabajar del daimon creativo de Bradbury. Así, preguntarse si un grupo de senadores borrachos podrían apostar a Estados Unidos en un casino indio no sólo desata un texto irónico y divertido, sino que también refleja en cierta medida el enorme desencanto que los estadunidenses sienten ante sus líderes políticos y la forma como los ven.

En "Todos mis enemigos están muertos", Bradbury analiza cómo el paso del tiempo puede dejarnos sin enemigos, pero también sin amigos. O, en el fondo, iguala a todos en el fracaso vital, tal y como lo contara Onetti en Bienvenido Bob. Mientras que "Sesenta y seis" nació de la indignación que le causaron las falaces fotografías de un grupo de okies —peones agrícolas desempleados durante la Gran Depresión.

Y otro de los excelentes relatos de este libro habla de un pintor de graffiti y se titula "¡Olé, Orozco! ¡Siqueiros, sí!", que además de ser una divertida recreación de los mecanismos que hacen crecer la fama en el mundo del arte, también nos muestra la admiración que despertó en Bradbury ver el trabajo de unos grafiteros en un puente, lo cual lo llevó a escribir esta historia con un toque de profunda ironía en el final.

La veintena de cuentos y un poema que conforman El signo del gato son una excelente oportunidad para acercarnos a uno de los mejores escritores de short story de todos los tiempos, cuya admiración por algunos escritores como Poe o Fitzgerald están presentes en estas páginas y sin ningún tipo de trampas. Las historias de Bradbury son directas, sencillas y nos atrapan porque recurren a una vieja forma de contar a la que nadie es inmune.