La Jornada Semanal,   domingo 12 de marzo  de 2006        núm. 575
 
Ricardo Guzmán Wolfer
Entrevista con Raúl Falcó

El humor en la ópera

Raúl Falcó es un actuante de la cultura mexicana. Como promotor cultural y como escritor ha recorrido muchos caminos. Bajo su dirección, La casa de la paz de la uam hizo montajes memorables. Actualmente es director de la Compañía de Ópera del Instituto Nacional de Bellas Artes.

La ópera mexicana Ambrosio, basada en El Monje de Lewis, muestra cómo la ópera puede convertir lo más terrible, violento y horroroso en algo particularmente divertido.

Es un tratamiento de humor negro, mezclado con barroco mexicano. Los mexicanos nos burlamos de la muerte, del mal ajeno. Además es una ópera que mezcla música barroca con comedia musical, bolero y danzón. Es un obra postmoderna: una fusión. La ópera, como los caballos, nació y se paró de inmediato, prueba de ello es el Orfeo, de Monteverdi. El género nació perfecto. Desde el principio se diferenció la ópera bufa de la ópera seria. Las primeras óperas eran serias con trama mitológica o eran casi costumbristas y con contexto social. Acaso el único gran compositor que supo amalgamar ambas vertientes con toda naturalidad fue Mozart. Luego se instalan con mucha fuerza el melodrama y el verismo, que tienden a ocupar toda la escena. Aunque no se trate de comedia, se genera la reacción contra esta preponderancia, que habría de encarnar Wagner con la noción de drama absoluto. No hay nada en él que permita la menor risa y esta ópera seria, mitológica, gigantesca, crea su propio límite, se agota en sí misma. La ópera del siglo xx renace y tiende a ser variopinta, ambiciosa en cuanto a sus diversos propósitos artísticos y musicales. De algún modo, volvió a nacer lo que nunca se había muerto. Antes y después del romanticismo siempre ha existido muy clara la diferencia, la bipolaridad entre ópera seria y ópera bufa.

—¿Qué gusta más al público mexicano de ópera?

—Sin duda, somos más dados al melodrama y al verismo. Nos gusta la comedia, pero nos emociona el canto ligado al drama y a las pasiones.

—¿Hay humor en las adaptaciones? Recuerdo a Gurrola que metió un caballo al escenario en Cavalleria rusticana

—No sólo fue un caballo. Se pensó en un montaje con ubicación mexicana. ¿Qué diferencia hay entre Sicilia y Jalisco? Los celos son los mismos, la fe es la misma, el pueblo es el mismo; aunque si no toman vino toman cerveza y son balazos en vez de cuchilladas. Me acuerdo que en el sobretitulaje tan sólo varió una palabra: en vez de "acero" decía "plomo"; y el duelo al final fue invertido: la escena adentro y el coro afuera. Pero todo esto se pensó para que el drama fuera en serio, no en broma. Si a algunos un letrero de cerveza les pareció una broma de mal gusto, es muy su asunto, ya que el texto mismo que canta el coro en esa escena es un elogio al vino espumoso.

—¿El público de México gusta de lo nuevo?

—Tiende a ser un público conservador, desconfía de las innovaciones. En muchos teatros de Europa se hacen montajes ya sólo con nueva producción. Y es que el público que dejó de acudir a la ópera ante la falta de grandes voces, regresó por las propuestas teatrales. A veces son mafufadas, a veces son genialidades, pero siempre hay un riesgo. Y es que la ópera es falsa o absurda en sí misma, y eso está en el inconsciente del espectador. ¿No es absurdo que una geisha japonesa y un oficial americano se entiendan y canten en italiano? Es un terreno irreal, inverosímil, que permite que los estereotipos floten. El reto consiste en que nuestro público admita, como lo hacen otros públicos, la sustitución de un estereotipo por otro.

—Recuerdo en el baile de Sansón y Dalila que hubo un desnudo casi total.

—Ha habido algunos, para beneplácito de los caballeros, en Salomé, en Aída. Hasta hubo quien tomó fotos de entrepiernas. El sabor del pecado ahí sigue, a pesar de que se ve en cualquier esquina. En la ópera hay humor involuntario. Las cosas cómicas que suceden en una función de una tragedia obviamente no forman parte de la trama. Pero la mejor unión voluntaria de tragedia y comedia se encuentra en Mozart. Don Govanni, que es una tragedia, fue bautizado por Mozart como "drama jocoso", y en efecto eso fue lo que logró. Por ejemplo, en el último acto, cuando Don Juan recibe en su mesa al comendador, en un momento de gran intensidad, al invitar éste a su vez a Don Juan, Leporello, muerto de miedo debajo de la mesa, asoma la cabeza y le dice que no tiene tiempo, que está ocupadísimo. Mozart abrazaba esa bipolaridad, era un auténtico hombre de teatro. Es como Shakespeare: no tiene obra sin bufonadas. Y es que la vida no tiene género, ni las historias ni los mitos. Son pocos los autores capaces de hacer coexistir y mantener el nivel de tensión que causa la mezcla de géneros, sobre todo cuando la música debe sostenerla.

—¿Cómo ve a Ramón Vargas, una de nuestras figuras fuertes contemporáneas, repitiendo en Elixir de amor la "furtiva lágrima"?

—Estas cosas casi son de cajón y su caso no es el primero ni el único y afortunadamente no será el último. Los cantantes que el público identifica con un papel en particular, cuando tienen la oportunidad de representar esa obra pues obviamente son requeridos por el público que les exige que repitan el aria que todos esperan. En sus tiempos, David Portilla llegaba a repetir el "nessun dorma" hasta dos veces, al grado de que hubo una orden presidencial que prohibía que el tenor la repitiera, pero fue imposible: no se detuvo la orquesta al final del aria y el público aplaudió hasta que tuvieron que parar y repetirla.