Usted está aquí: domingo 19 de marzo de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

La tierra desolada

Ampliar la imagen Alerta fronteriza Foto: José Antonio López

Don Gumaro heredó de su padre el oficio de agricultor, el carácter hosco y seis hectáreas de tierra. Cuando era niño la extensión le parecía inmensa. A los 62 años de edad ha vuelto a verla así, sólo que ya no tiene a quién decírselo: después de que su esposa Nila murió, en 1994, en dos temporadas sus seis hijos varones emigraron a California: tres viven en Los Angeles y los demás en Escondido.

Sin ser hombre de iglesia, don Gumaro cree en la justicia divina. Piensa que la miseria y la soledad en que vive son el castigo que Dios le impuso por no haber llorado la muerte de su primogénita. Cuando la partera le informó que la niña había nacido muerta, él se limitó a comentar: "Menos mal que era mujer, porque si no..." Sin ceremonia ni flores, la criatura fue enterrada dentro de una caja ordinaria en el cementerio municipal de Arperos.

Desde el segundo hasta el séptimo y último parto, Nila alumbró sólo varones. Esa continuidad le dio a don Gumaro prestigio dentro de su familia y un sitio preponderante en la comarca. Rodeado por sus seis hijos -uno por cada hectárea de terreno- don Gumaro consideraba asegurada su vejez; se veía, en la última etapa de su vida, sentado bajo el pirul que lo ha protegido desde siempre, contándole a sus nietos la eterna lucha contra la sequía, las plagas y las heladas.

Weldon, Fenton, Wallace, Gumar...

Don Gumaro jamás imaginó lo que iba a suceder. Al poco tiempo de morir su esposa, Gonzalo, al que siempre ha considerado su primogénito, se unió a un grupo de emigrantes que salió de Arperos y cruzó la frontera rumbo a California. De allá el muchacho le hizo algunas llamadas telefónicas y al cabo de un año envió un giro por 200 dólares. En el momento de cambiarlos a pesos se multiplicaron como los panes del Evangelio.

A pesar de que invirtió la remesa en construir un altarcito, don Gumaro maldice aquel dinero: despertó la ambición de sus otros cinco hijos por seguir los pasos del hermano mayor. En sólo dos años, entre enero y abril, se despidió de Gildardo, Anselmo, Rafael, Tiburcio y Félix. A todos les dio la bendición y les hizo prometer que se mantendrían en contacto y por ningún motivo iban a quedarse a vivir en el otro lado.

Mientras permanecieron solteros, los muchachos regresaron al pueblo por temporadas cortas, en junio y en diciembre. Según fueron casándose, espaciaron sus visitas y hace cuatro años que don Gumaro no ve a sus hijos. Cuando alguno de sus vecinos se lo hace notar, él contesta resignado: "Mis muchachos no han podido venir porque allá tienen compromisos: el trabajo, la mujer, los chiquillos. Los mayorcitos ya van a la escuela".

Don Gumaro tiene ocho nietos varones. Se le dificulta aceptar que sea válido el bautizo que han recibido, porque llevan nombres que no están en el santoral, le resulta imposible pronunciarlos y no van con el apellido Chagoya: Weldon, Fenton, Wallace, Hart, Kenneth, Stanley, Howard, Gary. Sólo el último, que nació hace tres años, se llama como él, pero en inglés: Gumar.

Frases en inglés

A sus nietos lo mismo que a sus nueras -tres mexicanas, una guatemalteca y dos salvadoreñas- únicamente los conoce por fotografía. En cambio, los ha oído crecer por el teléfono. A la hora en que lo llaman de la caseta para avisarle que tiene una llamada, don Gumaro lleva la hoja en que escribió los nombres de los niños y la consulta para evitar equivocaciones: "¿Eres Weldon, el hijo de Gonzalo?" "Fenton: quihúbole. ¿Cuándo vienes a visitarme pa'que te prepare un molito y una birria?" La respuesta es siempre una risa breve y más bien burlona o frases en inglés que lo impacientan: "Pásame a tu padre".

Desde las primeras conversaciones don Gumaro aprendió que en el teléfono cada segundo cuesta. Por tanto, debe ser lo más concreto posible en sus preguntas y en sus noticias. Poco a poco los temas se han ido reduciendo. Don Gumaro ya no menciona que no ha llovido; ya casi todo lo que salía del campo mexicano se importa de Estados Unidos; el jornalero que lo ayudaba también emigró. En el pueblo no quedan hombres, sólo las mujeres labran el campo y ya ninguna acepta convertirse en jornalera.

En sus breves contactos telefónicos don Gumaro ya nada más pregunta a sus hijos cuándo regresarán y qué sucederá con sus seis hectáreas de tierra si ellos no vuelven a Arperos antes de que él desaparezca. Algunos le responden con gentileza que los descarga de toda responsabilidad ante la situación de su padre: "No exagere: usté todavía está bien fuerte". Gonzalo es el más práctico y sincero: "Venda sus seis hectáreas y con lo que le den ponga un changarrito". Don Gumaro pregunta: "¿Quién va a querer comprarme esta tierra cada vez más débil, más difícil?"

La tumba sin nombre

Las fotografías y conversaciones telefónicas no le bastan a don Gumaro para sentir que tiene familia. Necesitaría probar la sazón de sus nueras y ver a los niños, tocarlos, sentir su olor, dormirlos entre sus brazos, enseñarles cómo se toma el azadón y se desgrana el maíz. Esos eran sus juegos infantiles, no tendría nada de malo que fuesen los de sus nietos cuando vinieran a visitarlo desde Los Angeles o Escondido.

No pierde las esperanzas de que eso ocurra. Cada vez que corren rumores de que ha llegado otra camioneta con placas de Estados Unidos, don Gumaro se acerca al camino, listo para darle la bienvenida a su familia. Su esperanza se hunde en el polvo del camino y él vuelve a su soledad, a la contemplación de los retratos, al arrepentimiento por no haber llorado a su única hija.

No se dio tiempo para ver sus facciones o tenerla entre sus brazos; no quiso amortajarla ni decirle una oración; no se dolió de imaginarla, sin bautizo, flotando para siempre en el Limbo y, sin embargo, esa criatura es la única que permanece a su lado.

Don Gumaro la visita en su tumba: un montículo de tierra gris con una cruz de madera. Mientras limpia la inscipción que el polvo no cesa de carcomer -"Niña. Hija de Gumaro Chagoya y Nila Hernández"-, le cuenta sus dificultades y le habla del gran dolor que ensombrece su vida: ninguno de sus nietos, ni siquiera Gumaro, el que heredó a medias su nombre, habla una sola palabra de español.

El, que ha podido sobreponerse a la muerte de su esposa y a la separación de sus hijos, se siente completamente derrotado ante la imposibilidad de comunicarse con sus nietos. Lo angustia no entender nunca nada de todo aquello que, entre risas, le susurran los niños al teléfono.

Su inquietud se convierte en desolación cuando se da cuenta de que jamás podrá describirles a sus nietos las facciones de su abuela, decirles a qué saben el maíz criollo y las tunas, cómo son los árboles que crecen en Arperos, de qué tamaño es la bandera que ondea a la entrada de la escuela Benemérito de las Américas cuando se cumplan 200 años del nacimiento de Benito Juárez, cómo se elevan los papalotes en este desolado marzo de 2006. Lo peor de todo es que nunca podrá comunicarles a sus nietos cuánto, cuánto los ama.

Cada vez que termina uno de esos monólogos telefónicos, don Gumaro siente crecer su soledad y escucha los estertores de su tierra que agoniza, se vuelve polvo y se aleja convertida en remolinos.

 
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