La Jornada Semanal,   domingo 19 de marzo  de 2006        núm. 576
LA CASA SOSEGADA

Javier Sicilia

LA COMPASIÓN EN LA POESÍA

Aunque existen, como una de las dimensiones más altas de la existencia humana, las virtudes son vistas con sospecha. Parecen oponerse al deseo de gratificación inmediata que nuestras sociedades consumistas buscan como los antiguos buscaban la grandeza. Entre ellas, una de las más despreciadas quizá sea la compasión.

Compadecer es sufrir con otro, y si algo le parece más horrendo y malo a nuestras sociedades —paradójicamente crueles y encarnizadas— es el sufrimiento. A la compasión prefieren su sinónimo griego, la simpatía que, según Comte-Sponville, "es la participación afectiva en los sentimientos de otro [...] y el placer de la seducción que de ella resulta". Lo que puede ser ambiguo y poco virtuoso, pues "compartir —dice Max Scheler al hablar de la simpatía— la alegría que alguien experimenta ante el mal [...], compartir su odio, su maldad, su mala alegría, nada tiene de moral".

La compasión es, sin embargo, más profunda. Es una virtud que simpatiza con el sufrimiento ajeno —no sólo con el sufrimiento de los hombres, sino también con el de todos los seres— busca erradicarlo y se opone directamente a la crueldad y al egoísmo (principio de todos los males). Es una virtud que, como lo mostró Schopenhauer, apela a la justicia y a la caridad.

Pocas veces, como he dicho, nuestras sociedades aceptan la compasión, a la que apartan como un malestar que atenta contra el placer de la individualidad. Sin embargo, querámoslo o no, la compasión, desde el momento en que la sentimos y —bajo las presiones de un mundo que ha renunciado a la trascendencia y al sentido del dolor— nos molesta, es una dimensión del ser humano sin la cual el hombre ya hubiese arrasado con todo. Es la virtud de Buda, la virtud, junto con la caridad, de Cristo y de San Francisco, una virtud que se extiende hacia todo, pues desde el momento en que nos compadecemos de todo aquel que sufre —y el sufrimiento es una condición de la vida— cada uno de los seres se vuelve nuestro semejante.

Para sentirla, para poder experimentarla, se necesita haber hecho consciente el propio sufrimiento. Sólo quien ha introyectado en su alma el sufrimiento, quien lo carga como una huella de la vida, puede compadecerse. Óscar Wilde lo supo cuando en la prisión de Riding, de cara a su De profundis, escribió que el sufrimiento nos adelgaza la mirada y nos permite aproximarnos al conjunto de la vida de manera diferente.

Por ello, quizá, son los poetas, no sólo los que, por la manera en que su alma se aproxima a las cosas y a los seres, conservan esa virtud, sino los que mejor nos la muestran para reconocerla, a pesar de las negaciones del mundo moderno, en nuestra alma.

Todo poeta, en este sentido, es un ser compasivo. Pero de entre de ellos, hay algunos que han hecho de esta virtud el material mismo de su poesía. Pienso en César Vallejo que, desde Los heraldos negros hasta Poemas humanos, no dejó de hacernos sentir el sufrimiento de los hombres y de apelar, a través de él, a la justicia que les negamos; en Miguel Hernández, que corrió de trinchera en trinchera y terminó compartiendo en la cárcel el sufrimiento de los perseguidos y olvidados para pedirnos desde allí nuestra compasión; en Paul Celan, el hijo de la Shoa, que desde la lengua de los asesinos mostró la compasión que un Dios ausente negó a su madre y, a través de ella, a todo un pueblo. Pienso también en la poesía de los Salmos que al mostrar el sufrimiento de los hombres llaman a la compasión de Dios.

La poesía, contra la piedad, que es siempre abstracta, desencarnada, vacía, tiene la capacidad de hacernos sentir compasión por todos los hombres en sus respectivas singularidades, sin reunirlos en esa abstracción sin rostro llamada humanidad.

En ese sentido, se podría decir que estos poetas son profundos pedagogos del alma. Al mostrar la compasión nos hacen experimentarla en nosotros y crecer en ella. Imposibilitados de vivir plenamente en la caridad, la poesía que toca nuestra compasión nos abre a la dulzura que, como dice Comte-Sponville, es el principio que puede conducirnos a ella. Leer a los poetas de la compasión es recordar nuestra condición de hombres y hacerla presente en un mundo que ha hecho del egoísmo la medida de todo.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez.