La Jornada Semanal,   domingo 19 de marzo  de 2006        núm. 576
 

Mercedes Iturbe

La eternidad y un día

La colección tan amplia y diversa que por encargo de Fundación Cultural Televisa reunió, con una mirada rigurosa y poética, don Manuel Álvarez Bravo, no se detuvo con el paso del tiempo. El célebre fotógrafo, quien a lo largo de cinco años asumió con pasión la tarea de reunir con su criterio, sus negociaciones y sus encuentros un elocuente conjunto, deja como herencia viva de su mirada una colección excepcional que, con gran acierto, la Fundación Televisa ha decidido seguir ampliando y que hoy en día la componen más de tres mil imágenes. Paralelamente a la adquisición de nuevas fotografías, la Fundación realiza un trabajo de análisis y reflexión a través del cual se revisa cuidadosamente el contenido y la importancia histórica y artística de las imágenes. Uno de los magníficos resultados de esa labor de investigación y difusión es la reciente publicación del libro Eternidad fugitiva, que muestra en sus páginas una fantástica selección de la que nace la exposición del mismo nombre presentada hasta hace una semana en el Museo del Palacio de Bellas Artes.

Álvarez Bravo peregrinó por el país para registrar con su cámara esa realidad que, a través de su mirada, convertía en enigma y humor, en abstracción y surrealismo y en metáforas sensuales atrapadas en su fotografía. Si bien su mirada de fotógrafo la concentró en México, su mirada de coleccionista lo llevó a recorrer diferentes lugares del mundo donde fue recogiendo imágenes que lo seducían. Así surge esta afortunada eternidad que después del libro toma otra forma y, otro día, se transforma en exposición.

El valor histórico y estético de la colección conduce al inevitable camino de la reflexión provocada por tantas y tan diversas imágenes. En ellas se descubren las formas múltiples de mirar al mundo expresadas a través de la fotografía.

Como en el libro, el conjunto seleccionado para la muestra del Museo del Palacio de Bellas Artes está dividido en núcleos que pretenden ubicar al público frente a esos momentos inconscientes, fugaces, lúdicos y herméticos, a veces figurativos, otras abstractos, en los que se suman las diferentes visiones plasmadas en el papel fotográfico. El despliegue de imágenes revela al espectador cómo se construye el misterio de la fotografía. Sin duda, los aspectos técnicos influyen: diafragmas más o menos abiertos, intensidad de la luz, manipulación en el laboratorio y el hoy en día de la fotografía digital. Sin embargo, como lo menciona Roland Barthes, cualquier cosa que refleje y cualquiera que sea su estilo, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos. En la fotografía, como en otras expresiones creativas, existe el sentido de la aventura que la hace existir; sin aventura no hay fotografía.

En esta muestra se enlazan varias aventuras de distintos temas y épocas que en algunas salas están acompañadas por imágenes en movimiento, cuyo propósito es enriquecer con otro tipo de testimonios visuales el alucinante conjunto. En los nueve núcleos que la componen está vertido el universo de la imaginación y de lo cotidiano, la utilización que los fotógrafos han hecho de la cámara para ofrecer su concepción del mundo y también del inframundo. Las imágenes devienen un discurso filosófico de la existencia en el que la belleza, el horror, la vida y la muerte forman parte ininterrumpida del tiempo. Momentos atrapados que revelan dulzura, humor, violencia o misterio y que, al margen de la imagen captada, en muchos casos le dan a la fotografía la categoría de subversiva, no cuando ésta nos espanta, repugna o estigmatiza, sino cuando inevitablemente nos vuelve reflexivos.

Alfonso Morales ha escrito en el libro Eternidad fugitiva textos que acompañan a cada núcleo, y que son el resultado de una ardua labor de investigación y meditación sobre las fotografías publicadas, muchas de las cuales conforman esta muestra, y corresponde al propio curador introducirnos con sus palabras en los grupos dispuestos en cada una de las salas. Sin embargo, la sola evocación de las imágenes suscita el delirio en la imaginación.

Pareciera que la intención que dio origen a este conjunto se ha convertido en un requisito de la Fundación Televisa para seguir trabajando en la colección con los mismos principios de rigor y poesía con los que fue creada. Los títulos, como un aliento, se adhieren a las fotografías elegidas para cada núcleo y establecen un ámbito de sugerencias compartidas entre imagen y palabra.

La fotografía, como la música de la película de Angelópoulos, La eternidad y un día, de la compositora griega Eleni Karaíndrou, puede acomodarse perfectamente en el infinito y sugerente título y todo lo que éste envuelve: lo intangible, la memoria, la realidad, el sueño. Pérdida y epifanía, misterio y testimonio, pasado y presente, recuerdo y reconstrucción, historia suspendida que teje nuevas visiones y también nuevas ficciones.

Tiempo y movimiento, la ocupación, la tensión, el fluir y la turbulencia del espacio abordado. Estallidos que llevan al cuerpo a circular eternamente en la misma rutina y que se registran de diversas maneras en diferentes épocas en las que, sin duda, el avance de la ciencia y de la tecnología es determinante pero, por encima de cualquier cosa, la mirada del fotógrafo que descubre, y ante todo revela, la intención inconsciente de la enigmática asociación mente-ojo. El movimiento y el tiempo son acariciados por la alquimia de la fotografía generando ficciones de la propia realidad. La danza, el deporte, el vuelo, la caída del agua y hasta el disparo de una pistola pueden ser atrapados. Mientras el movimiento sigue su curso inexorable, la imagen se congela y nos ofrece el indescifrable signo del instante atrapado. De Lartigue a Mapplethorpe, el instante decisivo se detiene para representar una ilusión.

La piel que expulsa aromas de sensualidad y que se expande más allá de la mente en las texturas firmes que tensan la visión, pero también en las alteradas por la enfermedad y el paso del tiempo. Siluetas que despiertan el deseo y mitifican cuerpos de Evas y Adanes cuyas imágenes reafirman el ritual de los cuerpos vivos en interacción, mientras que otras son evidencias del deterioro, hasta llegar a aquellas atrapadas por la muerte.

Pero mientras la muerte es la conclusión final, la piel es sudor, es vida, es palpitar. La piel muerta se convierte en otra cosa que deja de ser piel ardiente, un tieso pergamino sin savia vital.

Párpados cerrados, como se ha definido a uno de los núcleos, muestra la relación directa de la fotografía con la muerte que en ocasiones se convierte en resurrección: la piel no revive pero el cadáver sí. Koudelka fotografía la muerte: una gitana en su féretro, rodeada de seres vivos y cercanos que con su presencia la iluminan. Familia y amigos vigilan el cadáver con ojos atentos y el conjunto sigue vivo a través del momento captado. Se trata de la imagen viva de alguien que está muerto. Como lo escribió el filósofo Barthes: "La fotografía es como el resultado de una confusión perversa entre dos conceptos: lo Real y lo Vivo: atestiguando que el objeto fue real, la foto induce subrepticiamente a creer que está vivo."

El momento como instante furtivo, como aquella fracción del tiempo en que una mirada, como la de Henri Cartier-Bresson, se apodera de la visión que esperaba. Apresurado y paciente hace el disparo y, como un regalo, recibe el impacto seductor del encuentro, el misterio de la imagen robada.

La ciudad como presencia de la acción cotidiana que habita calles, chozas, basureros, avenidas y edificios. La remembranza de una Ciudad de México en cuyo centro las personas fueron captadas por diversas cámaras en su paseo compartido. Desde celebridades como Salvador Novo hasta familias mexicanas de paseantes o compradores fueron increpados por el ojo del fotógrafo callejero que detenía el paso de los transeúntes para congelarlo en una imagen que hoy representa el testimonio de una época.

También está la presencia continua de paisajes después de la batalla, ciudades de cualquier parte del mundo registradas por los fotógrafos en las que se muestran territorios devastados por el desastre o por la guerra donde flota la presencia de la muerte. Cada vez es más frecuente el encuentro con este tipo de imágenes que nos acechan diariamente a través de los medios de comunicación en el mundo entero. Nada es ajeno, todo está al alcance de la gente de cualquier lugar para ser consultado, mirado, utilizado o rechazado.

Aunque pocos, existen ejemplos afortunados y contradictorios de la destrucción que han servido para el descubrimiento de magníficas culturas, como la de Pompeya que, debido al desastre que la hizo desaparecer, permanece intacta en el tiempo. La presencia de la vida después de la muerte, cuerpos calcinados y perfectos registrados por la cámara de Giorgio Sommer; calles, comercios y habitaciones enteras dan cuenta del principio de sensualidad elegido como forma de vida por los habitantes de Pompeya. En el marco de una paradoja, la destrucción oculta por la lava permitió reconstituir aspectos esenciales de una sociedad que optó por el placer de los sentidos traducido en cultura y en arte.

Todo se toca inevitablemente: la búsqueda desesperada de la belleza, el intento infructuoso de paralizar el tiempo, semejanzas entre el Instituto de Estética y la morgue, maquillajes y máscaras mortuorias, el desastre inevitable que aparece sin previo aviso, proximidad absoluta y perenne entre la vida y la muerte.

Máscara o retrato; nada más real pero tampoco más irreal que el retrato. En este núcleo está depositada una gran riqueza del acervo de la Fundación. El retrato es presencia y es ilusión; puede ser tan lejano o tan cercano al modelo como el retrato en la pintura. Es sueño y aproximación, es lejanía y materia. Luces y sombras que abordan una realidad equívoca o perfecta, iluminada o sombría. La presencia del retratado es siempre relativa. También están presentes las emociones del momento, sobre todo las del fotógrafo. Este último es quien, en última instancia, decide, aunque lo ignore, cómo registrar el rostro del sujeto elegido. Curiosamente, al paso del tiempo, el retratado mira las imágenes y hace inevitables consideraciones emotivas sobre las circunstancias por las que atravesaba cuando fue captado por la cámara y a ellas atribuye su expresión de bienestar o de congoja. El sujeto retratado se apodera del momento y no reflexiona en la mirada del fotógrafo. La elimina y automáticamente se hace responsable de su propia imagen, lo que puede resultar mucho más doloroso.

El retrato perturba y además exalta la nostalgia, nadie se escapa. Los rostros registrados por la mirada de Weston, de Strand, de Arbus, de Cameron y de tantos otros, son magníficos, bellos, poderosos. Sin embargo, resultan siempre inquietantes para el retratado que se conoce y se desconoce en la imagen fotográfica.

Es indiscutible reconocer que el espléndido invento de la fotografía abrió múltiples caminos en el registro de paisajes, seres vivos, ciudades y todo aquello de lo que está poblado el mundo, pero llegó también a las constelaciones y a otros planetas registrando, en muchas ocasiones, el misterio de lo desconocido que fue revelado a nuestros ojos.

Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de una infinita cantidad de imágenes que nos bombardean de manera cotidiana, y cuya brutal presencia no inhibe las reacciones emotivas que la fotografía tiene la facultad de provocar.

Sin embargo, este conjunto de fotos es otro sendero de descubrimiento, una sugestiva oportunidad para penetrar en el arcano de la fotografía, enmarcado siempre en el misterio intangible de luces y tinieblas. Un camino excepcional para atisbar el frágil instante que separa la vida de la muerte y la realidad de la quimera.