La Jornada Semanal,   domingo 19 de marzo  de 2006        núm. 576
CINEXCUSAS
Luis Tovar
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 DE-GENERACIONES

Es difícil encontrar a alguien que, refiriéndose a su generación, hable bien de ella. Por lo regular sucede lo contrario, y más de uno manifiesta algo que quizá podría definirse como masoquismo fascinado cuando, a petición expresa o de motu propio, se pone a explicar por qué la suya le parece una generación malograda en mayor o menor grado. Mencionados como si se tratara de exhibir blasones de una guerra sorda, que se intuye librada contra enemigos poco susceptibles de ser definidos con precisión, surgen entonces los adjetivos tristes: "La mía —puede afirmar el de la voz, nacido indistintamente en cualquier año--, es la generación del desencanto..." Nada tiene de extraño que cualquier otra persona perteneciente a la misma generación sustituya el final de la frase por un "...estrangulada", o que más adelante, esa misma persona o cualquier otra de la generación inmediata anterior o posterior afirme, categóricamente, que la suya es "la generación olvidada". Quienes opinan de este modo, lo que menos están dispuestos a aceptar es que cada generación que antecedió a la suya, lo mismo que cada una de las que la sucederán, reclaman para sí el dudoso privilegio que supondrían, de ser ciertos, el olvido, el desencanto, el estrangulamiento... Gustavo Sáinz remató sus Obsesivos días circulares con una retahíla cuyo irónico sentido resume y explica, hasta donde es posible, el sinsentido de quienes se imaginan a sí mismos como harina de un incomprendido costal: "de generación en generación, las generaciones se degeneran con mayor degeneración".

Tanto ensimismamiento lamentoso hace que cada generación soslaye que, para tener razón, haría falta que todas las demás generaciones gozaran o hayan gozado de al menos un período jubiloso —o al menos de lo que, desde su penosa perspectiva, sería equiparable al júbilo--, y que por añadidura tengan o hayan disfrutado de ventura en menoscabo de otra generación, una sola, precisamente aquélla a la que pertenece el de la voz. A lo largo de toda la historia, solazarse en la derrota ajena ha sido uno de los más buscados alimentos para un alma —individual o colectiva-- que así cree estar nutriéndose, cuando en realidad lo que hace es drenar sus reservas humanas. Lo extraño es este gusto más bien reciente por la derrota propia, este pensarse y explicarse a uno mismo gregariamente y en clave siempre negativa, como si la frustración personal fuese menos acerba si se comparte con todos los que nacieron cuando uno nació.

Empero, no ha de ser simple autoflagelo, ni es posible comprender lo anterior con un hueco "mal de muchos, consuelo de pendejos". En su fuero interno y aunque la elocuencia no sea su fuerte, cada generación sabe de lo que habla, sus miembros conocen a la perfección aquello que los balda y detentan total autoridad para exponer sus porqués, si los tienen claros, o al menos sus esbozos de razón para fundamentar aquello que sienten poseer en exclusiva —el ostracismo, el sentimiento de haber perdido el tiempo, la pena que a uno le da uno mismo--, aunque las generaciones aledañas cuenten en su haber con similares argumentos.

FORTUNA LO QUE HA QUERIDO

Mucho hay de esta reivindicación de la suprema derrota, o como haya que llamarla, en 1973, el documental de Antonino Isordia en el que lo importante son los intersticios, esas cañerías con forma de laberinto por donde se desaguaron los anhelos de quienes hoy, treinta y tres años más tarde —o treinta y dos, atendiendo a la fecha de producción--, ya sólo pueden hablar de lo que iban a ser pero nunca fueron; elaboran el recuento no exactamente de lo vivido, entendiendo esto último como el resultado de la voluntad más el imponderable cotidiano, sino mejor dicho de lo que les aconteció. En los testimonios que cada uno por su lado expresan María Fernanda, Rodolfo y Alejandro, nacidos en 1973 como el director y guionista, late a diferentes ritmos la necesidad de entender, de entender-se, y se manifiesta, entre otras, bajo las formas de la resignación, el nihilismo no ilustrado e incluso el absurdo, haciendo válido aquel refrán según el cual "yo he hecho lo que he podido y Fortuna lo que ha querido"...

Con la crudeza y la ausencia de ornato como sellos, 1973, más un conjunto de testimonios bien organizados que un documental propiamente dicho, es una auténtica rara avis en una cartelera que no suele abundar en propuestas novedosas e interesantes. Por eso mismo, se exhibe en pocas salas y hay que correr a verlo.