Usted está aquí: lunes 20 de marzo de 2006 Opinión La lista

Hermann Bellinghausen

La lista

Lo primero que se me ocurrió llegando a la casa fue encender un gran fuego en el jardín. Un hoguerón que lengüeteara hasta bien alto. Casi un incendio. Y echar a las llamas todo aquel material. Los originales y las copias, los apuntes de Voltaire y hasta los míos, estas páginas y hasta la idea misma de haber sabido, pensado y soñado los daños, las muertes, y también las mentiras y los nombres de todos los alegres señores del crimen a nombre de la salud del Estado.

No valía la pena tanto afán. De qué sirve saber si no cambias nada. Si lo que iba a pasar, inexorablemente ocurre, no como en las tragedias griegas sino como en los planes ejecutivos de una junta de administración de empresas con sus curvas de costo-beneficio como única causa-efecto. Fáciles, impunes.

Los "costos" de la vida humana, cuando se mira desde arriba, son mínimos. Y una vez más recordé al Eróstato de Jean Paul Sartre, que trepado en un edificio, mira pasar la gente allá abajo y se le figura un reguero de hormigas, se le hace fácil aplastarlas, echarles tiros como si rociara flit.

Nos hemos acostumbrado demasiado a pensar en Hitler como una anomalía del espíritu humano. Había que verlo más bien como un precursor del Estado moderno, donde los estadios serían prisiones y sus vestidores cámaras de tortura. Donde la eficiencia es lo que cuenta.

Las llamas agarraron pronto. La leña estaba seca. Me demoré, sabiéndome solo. No quería estar solo. Como en esa caricatura de Goofy, un diablito de un lado, un angelito del otro, Goofy ellos mismos, que le aconsejan alternadamente al oído. "Quémalo todo y a la goma". "Guárdalo, difúndelo, no te rindas".

Así me estuve un rato largo. La hoguera se pobló de ascuas muy rojas. La tentación era abrumadora. Pirómano soy, pero no capaz de destruir lo indestructible: la evidencia de vidas y de su destrucción como yesca a manos de los fuertes. No sería quien, por desgracia, para borrar eso del mapa.

Tomé el camino de lo simbólico. Típico. Escribí uno por uno y sin orden de ninguna clase los nombres recopilados de todos ellos, los responsables de tanta irresponsabilidad: presidentes, gobernadores, patrones, oficiales, agentes, secretarios y sus secreciones, propagandistas y sicarios, y hasta el nombre de Gil Palacios, ese testigo mineral e insensible que retrató todo porque para eso le pagaban, total él qué.

La lista de responsables era larga. Y no obstante, habrían sido más los nombres de los muertos y las muertas. Suspendí por una esquina las hojas (eran varias) con los nombres malditos, y las dejé caer como plumas en la hoguera. Antes de tocar los leños ardientes, los papeles se encendieron y consumieron. En segundos desaparecieron los nombres de los asesinos y sus achichincles.

Por supuesto, no quemé las evidencias. Pero me di un rato el gusto de imaginar que, si desaparecían, con ellos desaparecerían los hecho que probaban, y como en un embrujo, todas esas vidas silenciadas volvían, caminaban y hablaban entre nosotros, como si no se hubiesen destruído alguna vez.

Regresé a la casa y escribí un breve correo a Voltaire. Sabía que iba a entenderlo: "La lucha es larga, y además no importa, porque importa".

 
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